Éx 32.7-11, 13-14; Sal 50; Tim 1,12-17; Lu 15,1-32

Facilidad asombrosa del pueblo elegido para caer en idolatría y pecado. Desde el mismo comienzo. Cuando Moisés está en lo alto de la montaña viendo al Señor, hablando con él, recibiendo las tablas de la ley, abajo, al pie, el pueblo, aburrido de esperar, se pervierte, desviándose del camino del Señor. Hacen un novillo de metal, y se postran ante él, adorándolo. Celebran, cantan y bailan, refocilándose. La ira del Señor bufa contra su pueblo, convertido al unísono a los ídolos construidos con sus manos. Pero Moisés intercede ante su Señor, como el amigo que habla con su amigo. ¡Acuérdate de tus siervos Abrahán, Isaac y Jacob, y no te olvides de tu promesa y de tu misericordia!

Jesús baja del monte, acoge a pecadores y come con ellos. Lo peor, lo que un judío como debe ser manda jamás haría. Los pecadores han tomado el camino de los puercos, pues bien, que con ellos se estén, borrados para siempre de entre los nuestros: ¡nosotros estamos con nuestro Dios! Curioso que Jesús nos cuente esta parábola, de entre las mas hermosas de los Evangelios —¿por qué se encuentra solo en Lucas?—, como explicación de su trato con los pecadores y de su sentarse a la mesa con ellos una vez que han acogido la misericordia que Dios les ofrece en el abrazo del perdón. El hijo pequeño, pecador contumaz, que ha despreciado a su padre y la casa paterna, que ha dilapidado el tesoro recibido —y que él exige de malos modos: dame mi herencia—, en su lejanía definitiva ve su casa y, en la negrura del hambre y la desolación, vuelve para comer, quizá, las migajas que caigan de la mesa abundante, no ya como hijo, mas sí como perrillo que al final del banquete se arrastra por entre las basuras sobrantes.

Pero no contaba con la personalidad de su Padre, quien le espera, subiendo todos los días a la azotea al atardecer por ver si su hijo volviera a casa. Sus rodillas se entrechocan. Vacilantes de amor. Cuando lo ve, pues él nunca ha perdido la esperanza, baja y corre a él, abrazándolo. No pregunta. No importa. Ya sabe. Lo retoma otra vez en sus brazos de ternura. Preparad un banquete. Con lo mejor. Hemos encontrado a la oveja perdida. En un momento se deshace la angustia que le envejecía día tras día al subir a la azotea, ya casi sin esperanza. Ahí está, ya viene, aquí lo tenemos de nuevo.

Sorpresa mayúscula del hijo pequeño. Nunca hasta ese momento había calibrado la grandeza de su Padre, su amor, su benevolencia, su capacidad de perdón. ¡Ahora, por fin, lo entiendo! Mientras que el proceso del hijo mayor es el contrario. Comprende ahora la injusticia de su Padre. He estado aquí todo el tiempo; he hecho lo que has querido; he sido tu esclavo.

Pero el Señor no quiere esclavos, sino libres. Dándole fe y amor arrecoge al que en su terrible libertad, yéndose, derrocha su gracia. Se entristece ante quien aceptó lo que suponía cargas —ni siquiera se daba cuenta de que todo lo mío es tuyo—, como esclavo que se sabe sin libertad. Porque esta parábola trata de tres libertades: la del Padre, la del hijo pequeño y la del hijo mayor.

Por eso Jesús es libre de acoger a los pecadores y comer con ellos. Se fió de nosotros con su gracia y su misericordia.