Heb 5,7-9; Sal 30; Ju 19, 23-27

Nuestra liturgia es de una sobriedad que le deja a uno turbado. Nunca se sale de madre; siempre se atiene a la objetiva lucidez de los textos. No busca en nosotros expansiones que nos arrebaten, sino que nos lleva a la profundidad del Misterio. Tiene pocas excepciones. Hoy es una de ellas. Lo adivinamos por la secuencia. Muy pocos días del año litúrgico, y siempre muy señalados en su trascendencia, añaden una secuencia, una poesía que nos entrega el tono de nuestros sentimientos. Hoy la tenemos. Ayer era la fiesta de la cruz, hoy estamos junto a ella, y ¿a quién encontramos?, a la Madre de Jesús, que permanece allá, triste y llorosa. Se nos pide que la miremos a ella, que lloremos con ella, que nos apenemos hasta el sollozo viéndola a ella, en su pena infinita. Que hagamos nuestro su dolor ante lo que allá acontece. Misterio de amor. Que no nos hagamos ilusiones infundadas: por los pecados del mundo vio a Jesús en tan profundo tormento la dulce Madre. Fuente de amor, hazme sentir tu dolor para que llore contigo. Haz que su cruz me enamore. Haz que la muerte de Cristo me ampare.

Lo que leemos hoy en la carta a los Hebreos es uno de los pasajes mas hondos de todo el NT. Gritos y lágrimas. Oraciones y súplicas, recordad la escena de Getsemaní tal como nos la enseña el evangelio de Lucas. No, no son palabrillas de sufrimientos virtuales —¿cómo podría sufrir quien es Dios, Hijo de Dios?—, porque Jesús sufrió hasta lo indecible. Ahí contemplamos a su Madre en la congoja mortal al ver ese sufrimiento. No, no son palabrinas. Son realidades hondas, que llegaron hasta lo más profundo del ser del Hijo, como también llegarán a lo más profundo del ser de María, la Virgen de los Dolores. En su angustia, fue escuchado, pero no lo libró de la muerte. La profundidad de la escucha amorosa del Padre pasaba por la muerte en cruz de su Hijo, y del dolor inmenso de la Madre. Misterio de amor. Casi incomprensible para nosotros, aunque ocasión de nuestra redención, porque en ella se nos da el perdón, la gracia y la misericordia.

Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. La traducción que leemos nos es particularmente clara y de una concisión sobrecogedora. En el sufrimiento, ¡y qué sufrimiento!, aprendió a obedecer la voluntad misericordiosa de su Padre. Por eso, también el sufrimiento de María, la Madre, es ocasión de que aprenda a obedecer. Mirando a su Hijo en la cruz, obedece a quien por ella ha hecho obras magníficas. Su mirada es obediencia. ¿Obedeceremos también nosotros en nuestro sufrimiento? ¡Qué horror!, decimos, y con razón. Pero ahí tenemos a Jesús clavado en la cruz, y ahí tenemos a su Madre, quienes, con su sufrimiento, dan sentido al nuestro. Porque ellos confiaban en el Padre, sabiendo que todo lo suyo estaba en sus manos, y que estas eran manos de gracia y de misericordia, no de repulsión y de condena.

¿Olvidaremos que somos nosotros quienes, por nuestros pecados, clavamos en la cruz a Jesús? Fácil sería decir, quitándonos las pulgas de encima, ¡no!, fueron ellos, fueron los otros. Pero nada de eso, también somos nosotros, tú y yo. ¿Olvidaremos dónde está la causa de ese sufrimiento, y que Dios recrea nuestra libertad, voluntad ahora redimida, en la madera de la cruz?

Ahí tienes a tu madre.