Amós 8,4-7; Sal 112; 1Tim 2,1-8; Lu 16,1-13

El profeta Amós nos recuerda lo que con tanta facilidad realizamos: exprimir al pobre, despojar al miserable. No, no, yo no, solemos decirnos, los otros, la sociedad, el mercado, el imperio. Qué facilidad. Y nos creemos pobres y justos. Mas sería bueno que miráramos con cuidado si este camino de lo fácil, en el que quedamos tan contentitos, no es una pura falsedad. ¿Nada podemos hacer por los pobres y los miserables?, ¿nada nos toca a nosotros de la condena tajante de Amós, que habla por el Señor? ¿Nada podemos hacer en la Iglesia por los que no tienen? ¿Tan fuera de lugar estará colaborar, por ejemplo, en Cáritas o con las hermanitas de los pobres? ¿Vale con que digamos, yo no robo, para que todo nos quede limpio? ¿Seguimos en la pobreza a Jesús pobre? ¿No servimos con demasiada facilidad a dos amos: Dios y Mamón, el dinero?

Continúa Jesús con sus parábolas para que entendamos su mensaje sobre el reino de Dios. El hombre rico y su administrador, quien derrocha los bienes que no son suyos. Al enterarse de que su dueño le va a pedir cuentas, se las apaña para que los deudores se acuerden de él cuando llegue su despido. El amo, ante esa inmensa listura de su administrador, que Jesús califica de administrador injusto, no lo podemos olvidar, le felicita por  la astucia con la que ha procedido. Luego, Jesús saca consecuencias: nosotros no tenemos la inteligencia en lo nuestro que tiene el administrador injusto en lo suyo. Los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz. Lo nuestro es un inmenso tesoro que ha sido puesto en nuestras manos, tus manos, las mías, las de la Iglesia. Por ello, no podemos comportarnos como administradores dejados y apocados. Tenemos que gestionar este nuestro tesoro de manera intrépida, aunque, lo sabemos muy bien, lo llevemos en vasijas de barro, tan frágiles. Porque el tesoro no es nuestro, sólo somos sus administradores. Por eso, precisamente por eso, necesitamos la inmensa listura en lo nuestro del administrador injusto de la parábola. No podemos esconder nuestro tesoro bajo tierra, temerosos de perderlo, sino que con intrepidez debemos gestionarlo para que produzca frutos. Frutos de evangelización, para que el evangelio sea predicado hasta el confín del mundo. Debemos poner en las cosas de Dios, quien deja en nuestras manos su tesoro, el cuidado, la inteligencia y el tiempo que hubiéramos dedicado al dinero, caso de haber sido administradores injustos. Porque, cómo lo olvidaríamos, Dios ha puesto su tesoro en manos que deben ser cuidadosas y ágiles. Él se lo ha jugado todo en esa acción, ¿seremos nosotros quienes llevemos su obra al fracaso por nuestra tímida dejadez ante tesoro tan grande?

Dios quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Y esto, precisamente esto, es lo que deja en nuestras manos con ese mandato soberano: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio. ¿Y si no vamos? ¿Y si nos quedamos acurrucados de miedo ante la descomunal grandeza de la obra que tenemos? San Pablo nos habla del testimonio en el tiempo apropiado. El testimonio es único: que Dios es uno, y uno solo es el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús. El tiempo apropiado es el nuestro. El tuyo, el mío, el de la Iglesia, que queda a nuestra inteligencia, a nuestra osadía, a nuestra acción.