Ef  4,32-5,8; Sal 1; Lu 13,12-17

En ese antes queda reflejada la vida de cuando no habíamos conocido el evangelio de Jesús, o de cuando ya lo hemos olvidado. En la metáfora de la claridad esta es la parte de las tinieblas. Ahora, en cambio, cuando lo hemos conocido, o cuando nos volvemos de nuevo a él, somos luz. Porque ahora somos imitadores de Dios, en Cristo Jesús, y por ello hijos suyos. Es maravillosa la aplicación a nosotros que la liturgia hace del salmo 1, introducción del libro entero de los salmos, y que marca el ámbito en que hacemos nuestra su oración. Porque nuestro gozo es el cumplimiento de la voluntad de Dios para con nosotros, y es esta la que contemplamos día y noche. Por eso seremos como árbol plantado junto al agua que da fruto en su sazón. Seremos nosotros quienes demos ese fruto, pero así será por la ayuda que el Señor nos ofrece con su agua y con su luz. Por eso podemos tener la certeza de que nuestra vida no se marchitará y de que cuanto emprendamos tendrá buen fin. Porque la fuerza está en nuestro Señor que nos da la savia de su gracia y el pan de su misericordia. Todo será nuestro. Serán nuestro frutos. Pero nada de ello sería posible, y menos aún realidad, si él no fuera el agua de nuestra acequia y la luz de nuestra vida. Un antes y un ahora de lugar, del ámbito en donde se asienta y crece nuestra vida, en donde buscamos ponernos, contando siempre con su ayuda, pues sin él nada somos ni conseguimos. Mas, si es así, ¿cómo podremos decir que el fruto es nuestro? Sí, porque será nuestra carne quien realice esa obración, quien dé el vaso de agua al sediento, quien acaricie la mano del moribundo, quien comparta su vida con el pobre, quien luche por sus derechos, quien constituya la familia, quien eduque a sus hijos, quien transmita la mirada y la realidad del amor. Sin todo eso, que es nuestro y bien nuestro, no habrá amor. Y ese será nuestro amor. Pero nuestro amor estará plantado en la fuente de donde mana todo amor, porque Dios es Amor. Y eso lo sabemos por la entrega de su Hijo por nosotros; oblación y víctima de suave olor, nos dice Pablo. Aunque algunos de entre nosotros aborrezcan hablar de sacrificio y de víctima, con lo que muestran, muy desgraciadamente, lo poco que han entendido de este Misterio de amor, pareciendo negarse en lo que es el meollo mismo del misterio de la cruz. Porque dejándonos llenar de ese amor, en nuestra vida y en la celebración de la eucaristía, podremos ofrecerlo gratuitamente a los demás como parte de nuestra vida y de nuestra acción.

Mujer, quedas libre de tu enfermedad. Tales son las palabras de Jesús ante quien tiene necesidad de él. Y tales deben ser las nuestra, mejor, tales son las nuestras. Porque ambas son fruto del mismo amor. Amor de piedad y de misericordia. En nada somos distintos de nuestro Señor Jesús, pues el mismo Espíritu, que él nos envió, habla dentro de nosotros y mueve nuestros gestos. Hay imposición de manos. Porque hay sacramento. La sacramentalidad de nuestra carne cando se hace imagen y semejanza de la de Cristo. Lo nuestro, como lo del Señor —qué maravillosa ambigüedad, pues tanto el Padre como el Hijos son calificados con ese mismo nombre—, son palabras y acciones que ofrecen la plenitud del amor.