Flp 2,12-18; Sal 26; Lu 14,25-33

Porque lo nuestro es una acción, un hacer, cuya fuente no está en nosotros, cuya fuerza procede de aquel en quien creemos, pero que sí depende de nosotros. No sólo pasa por nosotros, pero sin darnos opción a otra cosa que a dejarnos ser en ese pasar, sino que se hace realidad en nosotros, en nuestro propio ser. Con temor y temblor, claro, pues pendemos de la pura gracia que el Señor nos concede colgado en la cruz, porque él es nuestro Redentor, y sabemos de quién nos hemos fiado, pero las manos para la ternura son las mías, los pies para caminar son los míos, el corazón para amar es el mío. Con ellos actuamos nuestra salvación. Y una salvación que nos viene desde la sangre derramada por nosotros, pero que penetra en nosotros y convierte nuestra vida y nuestra acción, nuestra carne, sin jamás abandonar nuestra pura fragilidad, en salvación para aquellos a los que les transmitimos con nuestra acción, con nuestras palabras y con nuestros hechos, la salvación que el Señor les regala a través de nosotros. Porque somos cuerpo de Cristo, Iglesia: esa es nuestra carne. Porque portamos la Buena Noticia. Porque en la Iglesia ofrecemos la sacramentalidad de la materia y de la carne, el agua y la sangre que manan del costado de Cristo clavado en la cruz. No carne de condenación, pues, sino carne salvada por la gracia del Señor. Porque es Dios quien acciona en nosotros el querer y la actividad para realizar su designio de amor.

Porque, cantamos con el salmo, el Señor es mi luz y mi salvación, y habitaremos de continuo en su casa. Esperando en él, él nos hará valientes y nosotros seremos dóciles a su voluntad para con nosotros, a la vez que indomables en nuestra acción, ¿hasta el sacrificio?, ¿hasta el martirio? Ten ánimo y espera en el Señor, que nunca te abandonará de su mano, pues hará siempre que tus acciones sean las que él te inspira, las que vienen del seguimiento de sus caminos, los que él pone ante ti, los que te regala como tuyos. Con temor y temblor, ciertamente, pero con la certeza de que él envía a sus ángeles para que nos guarden y nos ayuden en nuestro caminar por ellos.

¿Camino fácil? ¡Quiá!, deberemos abandonar a nuestro padre y a nuestra madre, a nuestra mujer, a nuestro marido, a nuestros hijos, a nuestros hermanos y hermanas, incluso a nosotros mismos. ¿No es esto desorbitado?, ¿no es una mera exageración oriental en el hablar? ¿Llevar cada uno su propia cruz y caminar tras tu cruz? ¿Qué es esto, Señor?, ¿hablas en serio?, ¿me hablas a mí?, ¿quieres que yo me desprenda de todas aquellas personas a las que quiero, no hablemos ya de todas las cosas que me atosigan, que poseo, mejor, que me poseen a mí, para estar solo y a solas contigo?

¿Solo y a solas contigo? Deberé, por tanto, dejarlo todo. Sí y no. Según tú me vayas diciendo, pues hay muchas maneras diversas de ir dejándolo todo: la vocación de cada uno, a la que tú me llamas, las alegrías y decepciones de la vida, sus aprietos, muchas veces atosigantes, el sufrimiento, la muerte de los que queremos con pasión y ternura. Tantas y tantas maneras en las que tú consigues que me vaya desprendiendo de mí para abrazarme a ti, allá en donde tú estás. ¿Y no es en la cruz? Muerte y resurrección.