Hoy casi se me olvida escribir el comentario. Ayer tenía médico y no estuve en la parroquia por la tarde y como en mi casa no tengo ordenador (la casa es para comer y dormir), lo tengo que hacer por la mañana… y casi se me olvida. Ayer (hice más cosas que ir al médico), estuve hablando con un chaval al que los médicos le han dicho que, o deja las drogas o en breve se volverá esquizofrénico y con un trastorno bipolar. Es normal que esté preocupado, pero también piensa en lo que le gustan las drogas,….”Sólo un poquito” decía. “Tendrá que ser nada”, le contestaba. Muchas veces en temas menos complicados nos pasa lo mismo. Queremos ser santos, pero sólo un poquito. Castos, pero lo justo. Rezadores pero sin excesos. Lo expresaba muy bien San Agustín cuando le gritaba a Dios: “Señor, dame el don de la castidad…, pero todavía no”. En la vida cristiana no caben las medias tintas: “el que no está conmigo está contra mi, el que no recoge conmigo, desparrama.”

“Conozco tus obras, y no eres frío ni caliente. Ojalá fueras frío o caliente, pero como estás tibio y no eres frío ni caliente, voy a escupirte de mi boca.” Creo que sin duda estas palabras nos han tocado a todos alguna vez en la vida. Nos sentimos tibios, al menos yo, somos la panda de “sólo un poquito”, “más delante”, “sin exageraciones”, “no hay que destacar” y un largo etcétera de excusas. Y justificamos nuestra tibieza pues hay gente mucho peor que nosotros. Gente que no reza, que hace cosas malas e incluso las hace aposta. No nos gusta ser tibios, pero tampoco nos desagrada demasiado,… a fin de cuentas uno hace lo que puede.

Ahí está uno de los problemas, sólo hacemos lo que nosotros podemos. Y entonces -nos dice San Juan-, “Tú dices: ‘Soy rico, tengo reservas y nada me falta’. Aunque no lo sepas, eres desventurado y miserable, pobre, ciego y desnudo. Te aconsejo que me compres oro refinado en el fuego, y así serás rico; y un vestido blanco, para ponértelo y que no se vea tu vergonzosa desnudez; y colirio para untártelo en los ojos y ver. A los que yo amo los reprendo y los corrijo. Sé ferviente y arrepiéntete. Estoy a la puerta llamando: si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos.” Aunque no nos guste reconocerlo, como el rey del cuento, vamos muchas veces por la calle pobres, ciegos y desnudos, aunque pensemos que somos ricos, tenemos mejor vista que nadie en los asuntos y vestimos las mejores galas. El corazón y la vida no se convierten por un simple acto de voluntad, por las cosas que podemos hacer, que siempre serán pocas. El corazón y la vida se convierten cuando dejamos entrar a Cristo en nuestra vida, reconocemos nuestra pobreza y dejamos que sea Él  el que cambie nuestras vidas.

“-«Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa.»

Él bajó en seguida y lo recibió muy contento.”

Zaqueo sólo sale de su tibieza cuando deja entrar a Jesús en su casa. Seguramente él mismo sería el primer sorprendido al oírse decir:«Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más.» Y esa es la sorpresa que tenemos cuando dejamos que Dios tome las riendas. Lo que nos parecería una locura, humanamente impensable, una exageración…, se hace posible. Si uno da la vida por los demás no es porque sea muy bueno, sino porque Dios, que es el auténtico dueño de nuestra vida, se la entrega a los demás.

¿Pobres, ciegos y desnudos? Nosotros solos sí, no lo dudes. Déjate arropar por Cristo o tendrás un trastorno bipolar espiritual. Que la Virgen nos ayude a abrir, sin reservas, las puertas a Cristo.