Ayer comuniqué a los padres de catequesis las fechas de a primera comunión. casi todos se quedaron contentos (es imposible contentar a todos), pero a pesar de eso soy yo el que me quedo preocupado. Preocupado pues veo a esos 83 niños que se van a acercar al altar y no sé si ellos -y sus padres-, están preparados para lo que van a hacer. Preocupado pues yo mismo me acerco muchas veces al altar del Señor con la cabeza y el corazón en otras cosas. Preocupado pues en ocasiones hasta las propias palabras antes de la Comunión “Señor yo no soy digno…”, las digo pensando si tendré formas suficientes para los fieles. Preocupado por la dignidad de Cristo y mi indignidad.

Y vi a un ángel poderoso, gritando a grandes voces: -«¿Quién es digno de abrir el rollo y soltar sus sellos?» Y nadie, ni en el cielo ni en la tierra ni debajo de la tierra, podía abrir el rollo y ver su contenido. Yo lloraba mucho, porque no se encontró a nadie digno de abrir el rollo y de ver su contenido. Pero uno de los ancianos me dijo: -«No llores más. Sábete que ha vencido el león de la tribu de Judá, el vástago de David, y que puede abrir el rollo y sus siete sellos. »” San Juan lloraba, yo no lloro mi indignidad y debería empezar a hacerlo. Sin embargo viene a mi cabeza y a mi corazón la segunda parte de la frase anterior a la comunión, “pero una palabra tuya bastará para sanarme”. Si así quedó sanado del cuerpo el sirviente del centurión, también así queda sanada mi indignidad.

Sé que por mi nunca seré digno de recibir la Eucaristía. Tengo los ojos cerrados, lo que también hacía llorar a Jesús: “¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz! Pero no: está escondido a tus ojos.” Pero de momento sigo con los ojos cerrados. Leo que el Padre Pío se definía como un misterio para sí mismo, tal vez por eso pudo penetrar en el misterio de la Eucaristía hasta vivir en cada Misa la pasión de Cristo. Yo sigo a mis cosas, con el corazón distraído. Pero es el Señor el que me hace digno. Nunca en mi vida he estado preparado para recibir el Bautismo, ni que me confiriesen la Confirmación, ni para ser perdonado por pecador, ni para que el Obispo impusiera sus manos y me introdujese en el orden de los presbíteros, ni para recibir la Comunión una sola vez en la vida. No, nunca he estado preparado ni he sido digno de acercarme a cinco kilómetros de donde se celebrase un sacramento. Pero entonces es el Señor el que te dice “no llores más”. Yo te hago digno pues llevas en tu vida la vida de mi Hijo. Dios es el que dignifica, Cristo es quien prepara, el Espíritu Santo es el que nos lleva de la mano hasta Cristo. Ni estoy preparado ni soy digno, pero tengo que dejar que sea Él el que me guíe, el que se encuentre conmigo y me lleve de su mano.

Y esta realidad, lejos de hacer que me abandone, me llama a la responsabilidad con mi vida y con mi fe. Si Dios ha tenido a bien llamar a los más bajo (en este caso no sólo metafóricamente), tendré que auparme para aprovechar cada pedacito de gracia (espero que no me acusen de “cosificar la gracia” por expresarme así). Sólo puedo responder dejando a Dios hacer y quitando de mi vida todo lo que no sea suyo.

Yo no soy digno, tal vez tu sí, yo no. Sólo puedo mirarme en el espejo de la que el Señor miró su humillación y pedirle a la Virgen que me de un poco de su correspondencia.