Santos: Apolinar, obispo; Luciano, presbítero; Maximiano, Julián, Eugeniano, Arterio, Teófilo y Eladio, mártires; Severino, abad; Atico y Ciro, patriarcas; Paciente, Máximo, Erardo, Alberto, obispos; Severiana, abadesa; Jocundo, confesor; Gúdula, virgen.
Probablemente el nombre de Gúdula sonará en muchos oídos como algo bárbaro y primitivo. No falta un ápice de razón porque ha llovido mucho desde entonces; nos remontamos a los tiempos feudales, cuando la nota común de la evangelización consistía en que los nobles transmitían su mismo pensamiento y principios de comportamiento a los súbditos. En el caso de Gúdula tuvo una importancia muy notable, tanta que pasó a ser la santa patrona de Bruselas.
Pocos son los datos históricos en los que nos podamos apoyar para decir algo de su vida y lo que se dice «fiables al cien por cien» quizá ninguno. La Vita I Gudulae era del siglo x y el sentir común de los estudiosos es que se perdió. La narración de su vida o Vita que se conserva es la de un tal Hubert, monje y cronista de Lobbes, y se la suele datar hacia la mitad del siglo XI, lo que quiere decir a dos siglos desde que Gúdula vivió. Aunque aporta noticias bañadas de material hagiográfico espurio, como añadido majestuoso a la personalidad sobre la que escribe, puede servir de base a falta de otros datos mejores para reseñar algunas pinceladas sobre la santa.
Dice que Gúdula nació en Brabante –«Pagus Brachatensis»–, lugar situado en el centro geográfico de la actual Bélgica, alrededor del año 650. Su familia era poderosa por sus raíces en la nobleza. Hija del duque de Lorena, Witger, y de santa Amalberga, su madre, la que se fue nada más enviudar al monasterio de Maubege, cercano a la actual frontera entre Francia y Bélgica.
Habituada a vivir en el mundo de los santos; dos de sus hermanos igualmente lo son: santa Reinalda, retirada –como si de monja de tratara, pero siendo por toda su vida seglar–, en Brabante, cerca de Hal, y san Emeberto, que fue obispo de Arrás en Cambrai.
En los altares está también su madrina santa Gertrudis, experta conocedora de la Sagrada Escritura y cuidadora escrupulosa de la Liturgia, hija de Pipino el Viejo, antecesor directo de los carolingios, que fue abadesa del monasterio de Nivelle, fundado al sur de Bruselas por su madre Iludega, también santa.
Precisamente allí se educó desde muy niña Gúdula, siguiendo la costumbre de las familias de la aristocracia del tiempo. Solo en el año 659 volvió a su casa, después de la muerte de su madrina Gertrudis. La bibliografía que he tenido a mano no descubre con claridad el modo de vivir; unas fuentes afirman que se retiró al cercano oratorio de Moorsel y otras la hacen presente en la mansión o castillo de sus padres. Coincide la literatura en describirla como dedicada a la oración y al recogimiento.
La iconografía suele presentarla con un farolillo –otros cuadros, con una vela– en la mano, el demonio a sus pies con rictus de derrotado, y un insinuado ángel que está presto a encender el farolillo sostenido por la santa con semblante alegre y simpático. Y es que esta expresión plástica reproduce la leyenda que narra la ininterrumpida serie de trabas e impedimentos puestos por el diablo a la santa cuando se dedicaba a su diaria oración, entre los que figuraba el impertinente apagón del farol que guiaba sus pasos en la oscuridad.
Cuenta la Vita, como muestra de su consagración en alma y cuerpo a las obras de caridad, dos milagros realizados en vida: uno en un muchacho, curado en un instante, que tenía paralizadas sus extremidades; el otro, en la leprosa llamada Emenfreda a la que consoló primero y curó después. Seguro que fueron como la chispa que terminó por encender a la muchedumbre de gente enferma, desgraciada, alicaída o malograda que se arremolinaba a su alrededor.
Murió probablemente el día 8 de enero –el día que celebra su fiesta el martirologio romano a diferencia de la archidiócesis de Malinas y la diócesis de Gante que la celebran el día 19– del año 712. La comarca la tuvo por hada protectora y con toda lógica no se cansa en su veneración. La enterraron en Vilvoorde hasta que se trasladó su cuerpo a Moorsel primero, y luego a San Géry de Bruselas. En el 1047, el conde de Lovaina, Lamberto, trasladó las reliquias a la iglesia de Molemmerg –probablemente primera parroquia de Bruselas– que comenzó a llamarse desde entonces Santa Gúdula.
¡Cómo iba a dejar a los amigos de Bruselas sin un sucinto comentario de su patrona! Los belgas miran con cariño a su santita y tienen bien en cuenta que ella fue de la época en que comenzaba la estructuración del pueblo. A mí me agradaría un montón que los patrocinados por la santa le pidieran unos destellos más potentes de su linterna que provocasen entre sus paisanos un seguimiento más decidido el Señor por el camino de la oración y entrega al prójimo como hizo ella, porque no deja de ser chocante la extraña ausencia de santos modernos de la nación belga que, por otra parte, ha recibido tantos mimos de la Iglesia.