Hace tiempo en un libro de teología política del profesor Alvaro D’Ors leí algo evidente: “tiene poder quien hace preguntas, pero tiene autoridad quien puede responderlas”. En el inicio del evangelio de Marcos, que leemos estos días, se narra la entrada de Jesús en Cafarnaún. Todo el mundo queda asombrado porque el Señor no habla las bagatelas de siempre, sino que tiene un mensaje nuevo. La fuerza de sus palabras le viene de su autoridad. Porque la palabra “dios” o “amor” las puede pronunciar cualquiera pero no siempre logran expresar lo mismo.

Cuando Jesús habla en sus palabras se transparenta un contenido inesperado. En lo que dice enseña un nuevo lenguaje a los hombres. Es Dios que está hablando a los hombres utilizando la limitación de las palabras. Pero lo que dice sigue siendo Eterno, Infinito. Jesús habla con autoridad porque todo le está sujeto. Sólo Él denomina de manera auténtica las personas y las cosas. A Jesús no le ha enseñado nadie, sino que es Él quien viene a mostrarnos todo un mundo nuevo. Cada vez que se coloca ante una realidad, y si nosotros nos colocamos a su lado también lo descubrimos, aparece una dimensión nuevo, nuevos aspectos, nuevas formas…

Ante ese hablar de Jesús reacciona el espíritu inmundo. Como es lógico pregunta, ya que no tiene ninguna respuesta que aportar: “¿Qué quieres de nosotros Jesús Nazareno?” Es una pregunta desde la sospecha y desde el aparente poder. Es una pregunta lanzada a gritos que pretende imponerse por el volumen y no por la verdad que contiene. Es una falsa pregunta que sólo busca silenciar las enseñanzas de Jesucristo.

El grito, que puede ser el monólogo, la repetición de los mismos argumentos o el poder de los grandes grupos mediáticos con un discurso continuo de baja intensidad, no tiene legitimidad. No deja de ser, como en el cuadro de Munch, la expresión de un hombre desesperado que corre y no sabe hacia donde. El grito no ofrece ninguna respuesta.

A veces, como en el Evangelio de hoy sólo puede darse una respuesta: “Cállate y sal de él”. El encuentro con Jesucristo nos ha de llevar a apagar definitivamente en nosotros todos esos puntos de resistencia a Dios que hay en nuestro corazón. Como el hombre poseído hay el miedo a que el Señor nos destruya. Pero Jesús no destruye al hombre sino que lo conduce a su perfección a su plenitud. Lo que Jesús rompe en nosotros es lo que hay de pecado.

Pero, ¿por qué, en ocasiones, nos apegamos a comportamientos y actitudes contrarios a Jesús y argumentamos, incluso con sus palabras, para defender lo que está mal? Misterio muy grande, de cómo puede vivirse en tanta confusión. Así se encontraban en aquella sinagoga hasta que entró el Mesías en ella. Entonces reconocieron su autoridad y se mostró toda la belleza de la religión.

Quizás también necesitemos reconocer esa autoridad de Cristo, a la que no antepongamos nada, y que hemos de reconocer desde el absoluto silencio. Pero necesitamos que Dios vaya acallando los gritos que salen desde lo más hondo de nosotros y que no dejan de ser una protesta como la del Evangelio.

Que la Virgen María interceda por nosotros.