Heb 6,10-20; Sal 110; Mc 2,23-28

Abrahán, perseverando, alcanzó lo prometido. También nosotros deberemos perseverar para que se cumpla nuestra esperanza. Porque el Señor nos ha prometido bendiciones y que nos multiplicará abundantemente. Nos ha prometido una esperanza que es para nosotros como ancla del alma, porque el designio de Dios no perece, y por eso nosotros buscamos refugio en él. La prueba es que, como precursor, Jesús, sumo sacerdote para siempre, penetra más allá de la cortina que nos separa del centro mismo del templo —impenetrable, excepto por el sumo sacerdote una vez al año para realizar el sacrificio expiatorio por el pueblo—, cuando ahora él está allá, en el seno mismo de la gloria de Dios, lugar en donde nos ofrece la plenitud de nuestro descanso. Esta es nuestra esperanza.

Ahora, por tanto, todo nos está permitido. No hay sábado que nos impida hablar o actuar. Porque el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado. La certeza de nuestra esperanza arrasa con toda prohibición cultual. Es el designio de Dios quien conduce nuestra esencial libertad. Y es así porque seguimos a quien es nuestro Maestro. Allá donde él esté, iremos nosotros. Seguiremos sus caminos. Haremos de su vida tradición para la nuestra. Nada ni nadie nos lo impedirá. Daremos la vida por él y con él, ¿seremos capaces? El Hijo del hombre es nuestro único Señor y con nadie nos acordamos si no es con él. Para nuestra salvación y para la salvación del mundo. Tal es nuestra esperanza.

Por eso damos gracias al Señor de toda corazón con el salmo. Él nunca olvida el designio de su alianza. No estamos solos ni caminamos aislados. Porque entre las obras inmemorables del Señor está el habernos constituido en Iglesia. La Iglesia santa de Dios. El pueblo de su alianza. La comunidad que vive en esa esperanza y que, por ello, ya ha penetrado en el santo de los santos, al otro lado de la cortina. Una esperanza que es realidad para nosotros. No, simplemente, un esperar en un más allá que nunca llega y que nos deja siempre en la tensión de lo que jamás alcanzaremos, porque sólo lo obtendremos al final de los tiempos, cuando los muertos del valle de Josafat recobren la carne y los tendones para sus huesos. Nuestra esperanza es realidad de ahora. Aquel postrero terminar de un más allá tan lejano para nosotros se hace realidad en nuestras palabras y en nuestras acciones. Por eso, damos gracias a Dios de todo corazón, pues vivimos en nuestro ahora lo que se nos da desde aquel final.

¿Cómo?, ¿qué dices?, ¿acaso no te estás inventando esa esperanza que sería realidad en nuestro ahora, en este día que amanece por encima de nuestras casas? No, nada invento. Lee, mejor, rumia y reza la oración sobre las ofrendas y verás en dónde está nuestra esperanza, cómo se nos da en la realidad del despertar de este día. Esperanza eclesial, puesto que se nos ofrenda en la celebración de la eucaristía. Le pedimos al Señor que nos conceda participar dignamente en los misterios que celebramos, pues en el memorial del sacrificio de Cristo, que es la esencia misma de la Eucaristía, se realiza la obra de nuestra redención. Porque nos tomamos en serio la materialidad eucarística, porque vivimos en su plenitud la sacramentalidad de la carne, porque sabemos que ese pan y ese vino son el cuerpo y la sangre de Cristo, nuestro Señor, vivimos la realidad plena de esa esperanza.