Heb 10,19-25; Sal 23; Mc 4,21-25

Hasta aquí llega la encarnación. Entramos en el santuario en virtud de la sangre de Jesús —es notorio cómo la carta a los Hebreos, simplemente, se refiere a Jesús, para que quede claro cómo su nombre, sin más complementos, es santo—, siguiendo el camino nuevo que se inaugura para nosotros a través de su carne. Sorprende lo lejos que estamos de cualquier moralina, aplicados a un reduccionismo moralizante. El seguir a Jesús no se termina en un conjunto de comportamientos morales, por maravillosos que sean. Acá hablamos de víctima, de sacerdote, de sangre, de santuario, de cortina rasgada, de la propia carne de Jesús. Carne crucificada. Carne resucitada. Es ahí donde se da nuestro seguimiento. Sacerdote de la nueva alianza, según el rito de Melquisedec, ofreciendo su sangre en sacrificio expiatorio por nosotros, se adentra en el santo de los santos, atravesando la cortina rasgada de su carne, para ascender al seno mismo del Dios santísimo. Purificados por su sangre aspergeada sobre nosotros, redimidos por ella, perdonados nuestros pecados, caminamos con él hacia la vida eterna. Firmes en nuestra esperanza, pues atravesamos la cortina de su carne. Carne muerta, exánime, colgada en la cruz. Carne resucitada que atraviesa la cortina para adentrarse en la Gloria de Dios. De este modo nos muestra el camino de su seguimiento, acercándonos al gran Día. Vivimos en la esperanza; estamos firmes en ella. Su carne salvadora se hace nuestra, alimento para nosotros, pues carne eucarística. Por eso, con el salmo, podemos decir que somos el grupo que viene a la presencia del Señor; que subimos al monte en donde habita la Trinidad Santísima.

Hasta aquí llega la encarnación. No solo un rollito de carne que nace del vientre de María Virgen, su madre, y que, junto a los pastores y los magos, vamos  a contemplar en el pesebre de Belén. No solo alguien que nos atrae por su manera de vivir, de hablar, de tratar a los enfermes, de convivir con los que nada tienen, si no es puro sufrimiento. Todo ello es para nosotros, cómo no, digno de admiración, y, como Zaqueo, porque no damos la talla, subimos a la higuera para verle. Y es ahora cuando una palabra suya trastorna toda nuestra vida: Sígueme. Y le seguimos. No sabemos muy bien a dónde. Porque es mucho todavía el camino que él debe recorrer, y por el que nosotros debemos caminar. La carta a los Hebreos nos muestra, lo estamos viendo, la profundidad de su carne. No es un espejo en el que mirarnos para imitarle. Aunque también. Sino una carne como la que ser. Sumo sacerdote de la nueva alianza, propone su propia carne en sacrificio de suave olor, que él mismo ofrece al Padre por nosotros. Para que nuestra carne sea semejante a la suya. Creados a su imagen y semejanza, ahora asemejamos de manera definitiva nuestra carne a la suya. La creación entera, pues, buscaba que fuéramos como él iba a ser, y para que siendo como él es, ahora imagen suya, imagen divinizada, carne de Dios, completáramos con la libertad del seguimiento de nuestra carne la realidad misma de la creación que, así, se nos da en su entera plenitud. Nunca mejor expresada la sacramentalidad de la carne que en la carta a los Hebreos. Porque nuestra carne es semejanza de la suya. Por eso se nos abre el camino que, liberados del pecado y de la muerte por el ejemplo de su gracia, da la vida divina.