Hace ya unos cuantos años que me leí Momo, la novela de Michael Ende, en la que -si no me acuerdo mal-, unos hombres grises que continuamente estaban fumando (como un espejo de mi vida), trataban de robar el tiempo a los demás, haciendo que estuvieses siempre perpetuamente ocupados, ahorrando tiempo que nunca recuperarían. Sólo Momo, una simple niña abandonada, se da cuenta de la treta de los malvados hombres grises y va despertando a los demás de  letargo. Hoy se llevan mucho los “hombres grises”, y las vidas grises y las existencias grises.

“Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa.” La luz no es gris. Tal vez nos gustaría inventar la luz gris que tapase nuestros contornos, ocultase nuestros defectos y difuminase nuestro ser. Pero no, la luz es luz… e ilumina. Nos ayuda a descubrir los matices, los defectos y también las virtudes de lo que vemos. Para mantener la casa en un estado perfecto de guarrería no hay como mantenerla en penumbra. Cuando llega tu madre y abre las persianas se te cae la cara de vergüenza.

El hijo de Dios no puede ser una persona gris, insulsa, sin perfil y con un contorno indefinido. Me da mucha pena cuando entre los intelectuales, políticos, hombres de ciencia, poderosos de este mundo se nombran a tan pocos que realmente viven su fe, e incluso muchos presumen de ser obscuridad. ¡Una verdadera lástima!. Ayer leía una carta de una chica que se a vuelto a plantear su fe y se decía: “me siento rara en estos tiempos hablando de estas cosas”. ¿Es que hablar de la luz es oscuridad? Parece como si nos avergonzase el iluminar y es el mayor favor que podemos hacer a la humanidad.

Pero también existe otra clase de luz. esa que te ponen cuando vas a hacer el psicotécnico para el carné de conducir y -de pronto-, te dan un fogonazo a los ojos. te quedas desorientado, sin ver nada, mientras la examinadora te inquiere: “¡léame las letras de la tercera fila!”… ¡Pero si me has dejado ciego, desgraciada!, te dan ganas de decirle. Cuando uno empieza a ser luz hay que tener cuidado en no convertirse en fogonazo. En ocasiones (demasiadas), cuando uno empieza a tener éxito y se gana el aplauso y la atención de las personas, se olvida de ser luz agradable de mediodía que trasluce a Cristo, para convertirse en fogonazo que ciega lo esencial, aturde y sólo se muestra a sí mismo. El fogonazo hace que la luz nos deslumbre y nos fiemos sólo de la luz y no del que nos muestra la luz. Pablo veía ese problema, por eso después de quererse lucir en el Areópago y brillar con luz propia, se da cuenta y dice a los corintios: “Yo, hermanos, cuando vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado. Me presenté a vosotros débil y temblando de miedo; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios.” Nosotros somos como la luna, que no tiene luz propia sino que refleja la luz del sol. Nosotros mostramos la luz de Cristo, si nos mostramos a nosotros mismos deslumbramos y podemos hacer que los demás se salgan de la carretera.

Hoy pedimos a la Virgen que no tengamos miedo a ser lámparas que portan la luz, que nunca seamos “hombres grises” ni nos creamos la luz, sino que sea la caridad de Dios en nosotros la que haga que “partas tu pan con el hambriento, hospedes a los pobres sin techo, viste al que ves desnudo, y no te cierres a tu propia carne. Entonces romperá tu luz como la aurora, en seguida te brotará la carne sana; te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor.”