Hoy celebramos una fiesta que parece se remonta, al menos, hasta el siglo IV. La Iglesia fue constituida por Jesucristo sobre el fundamento de los apóstoles. Ciertamente es guiada por el Espíritu Santo, y ella misma es santa, pero Jesucristo quiso construirla con hombres. Esa humanidad de la Iglesia no es una fuerza hostil que se opone a lo que Dios quiere hacer en el mundo. Bien al contrario, Jesús atrae a los que quiere para tenerlos junto a sí. Lo que quizás nos repugna en un primer momento es que Dios, al que sabemos Omnipotente, se valga de criaturas humanas, que son falibles y débiles.

Hace pocos días leíamos también este texto del Evangelio y nos fijábamos en cómo continuamente hemos de redescubrir nuestra fe, que nos presenta misterios que son insondables para nosotros pero que el Señor quiere que conozcamos. Parte del misterio es la misma Iglesia. Al igual que en Jesús la divinidad no era un dato inmediato para quienes le acompañaban, tampoco la santidad de la Iglesia se nos presenta en todo su esplendor en una primera mirada. Y quizás todavía cuesta más pensar que una persona, Pedro y sus sucesores, puedan cargar con una misión tan grande. Pero Jesús así lo ha querido.

Se argumenta mucho poniendo ejemplos de corrupciones en algún pontífice o en desviaciones de la curia vaticana. Sin embargo, debe reconocerse que la enseñanza de la Iglesia, del Magisterio, ha sido constante a lo largo de los siglos, al igual que los frutos de santidad. Valiéndose de hombres, que muchas veces han tomado decisiones humanas, Jesucristo ha continuado acercándose a los hombres y todavía lo hace hoy. Pero en esa misión encomendada a Pedro, de mantener la unidad, de confortar a los hermanos, de enseñar, sobresale el carisma de enseñar la fe sin errores. Muchas veces se ha profundizado en el dogma o en el sentido de la moral, pero nunca negando lo anterior. Eso se debe a una continua asistencia del Espíritu Santo; de ese don de lo alto que un día, en Cesarea de Filipo suscitó a Pedro su confesión de fe.

Doy gracias a Dios por la existencia del Papado y también por la inhabilidad del Magisterio en las cuestiones fundamentales. Gracias a él sabemos que la enseñanza no es arbitraria y que, nuestra conciencia puede contrastarse con una autoridad verdadera y encontrar descanso. Como sacerdote siempre me ha confortado poder aconsejar de acuerdo con la enseñanza de la Iglesia. Más bien los momentos de turbación me han llegado cuando las enseñanzas de la Iglesia dejaban margen para la interpretación. Entonces no me he sentido seguro y, en no pocas ocasiones, he tenido que trasladar la decisión última a la persona que pedía consejo. Me consuela, sin embargo, saber que el mismo Espíritu Santo que ilumina a Pedro también ayuda a cada cristiano en su vida espiritual.

Hemos de rezar por el Papa, es un signo de amor filial, pero también pedir para vivir en la gracia y que sea ésta la que nos ilumine en nuestra vida personal. Porque la misma fe que confiesa la Iglesia hemos de profesarla cada uno de nosotros de forma singular. El Magisterio no anula la individualidad. Por el contrario nos lleva a cada uno de nosotros a medirnos con él y, al hacerlo, reconocemos la verdad de lo que nos enseña.