El otro día estaba bautizando al hijo de unos amigos. Como en otras ocasiones leímos este fragmento del evangelio en que Jesús pide que dejen que los niños se le acerquen. Mientras predicaba, sobre la idea de que el bautismo nos hace hijos de Dios y los padres han de procurar que ese vínculo se haga cada vez más consciente en el niño, me vino a la cabeza otra idea.

Pensé en lo que supuso mi bautismo para mí. Esa elección totalmente gratuita por parte de Dios que nos lleva a ser creaturas nuevas. Pensé en el hecho de que una persona, al ser bautizada, queda totalmente limpia de pecado. Recordé las virtudes teologales que son infundidas en el alma, así como los dones del Espíritu Santo. Pensé en esa maravilla que es el bautismo y que un día yo recibí. También, mirando a aquellos padres que deseaban educar a su hijo en la misma fe que les da a ellos la vida, recordé con agradecimiento a los míos y todo lo que habían hecho para que yo conociera cada vez más a Dios y tuviera trato con él mediante la oración y los sacramentos. Y pensé en ese hecho tan grande que, a veces nos pasa inadvertido, de que un niño cristiano ha de ser educado como hijo de Dios. Dejar que los niños se acerquen a Cristo es también remover los obstáculos para que la oferta de amistad iniciada en el bautismo vaya madurando.

Junto a esas ideas también me vino otra, pensando en santa Teresa de Lisieux y sus enseñanzas sobre la infancia espiritual. Jesús también dice en el evangelio de hoy y refiriéndose a los niños: “de los que son como ellos es el reino de Dios”. Ahí Jesús realiza un salto y utiliza la figura de los niños para indicarnos que todos nosotros hemos de aprender de ellos para nuestra relación con Dios. Hay muchas características en los niños. Una es la inocencia, que se caracteriza por la pureza y la sencillez. Jesús sólo habla de manera complicada para los que somos complicados. Entonces sus palabras se convierten en un acertijo difícil de descifrar y cuanto más queremos entenderlas más difíciles se vuelven.

Del Evangelio de hoy saco entonces que siempre que me acerque a los textos sagrados he de pedirle al Señor sencillez  pureza de corazón. Crecemos físicamente y también en conocimientos y destrezas, pero delante de Dios siempre hemos de presentarnos como niños. Es el único camino, el de la humildad. Conlleva reconocer que muchas cosas permanecen oscuras para nosotros, pero no la gran verdad de que Dios nos ama y es nuestro Padre. Y eso nos lleva a querer acercarnos al Señor, como aquellos niños, que quizás sabían poco de Jesús y no estaban capacitados para comprender sus palabras, pero que veían su bondad y querían permanecer junto a él.

Dice el evangelio que Jesús “los abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos”. Ahí ya no hay palabras. Podemos interpretar ese texto como el gozo que experimentamos cuando nos sabemos en presencia del Señor. Quizás no podemos expresarlo, porque no hay palabras para ello, pero experimentamos el afecto de Dios: el de un niño que se sabe junto a su Padre y que, aunque él no entiende muchas cosas, sabe que su Padre puede explicarlas todas.