Is 49,14-15; Sal 61; 1Co 4,1-5; Mat 6, 26-34

Mas bien, ¿no somos nosotros los que hemos olvidado al Señor? Dios no es madre que olvida a sus hijos, pero nosotros sí somos hijos que con demasiada facilidad olvidamos a nuestra madre y a nuestro padre. De él tenemos la promesa, mil veces repetida, de nuevo hoy en la breve lectura de Isaías: Yo no te olvidaré. Me conmueve el Señor. ¿Puedo yo decir lo mismo?, ¿lo puedes tú? Porque una madre, un padre, tienen siempre su pensamiento en el hijo, pero, ¿este?, campa por sus respetos, y demasiadas veces no canta su corazón como el salmo, porque nuestra alma no descansa en todo momento en solo Dios. ¿Qué haríamos de nuestras preocupaciones?, ¿de nuestro dineros?, ¿de los infinitos agobios del vestir y del comer y del llevar a la familia y del prever nuestro futuro?

Descansa solo en Dios, alma mía. Porque tengo la certeza de que solo de él viene mi salvación; nuestra salvación. Porque solo él es mi roca, nuestra esperanza, nuestro refugio.

Sí, sí, eso cantamos con el salmo, pero Jesús nos advierte: O Dios o Mamón. El Dinero. Puede darse que cantemos el salmo con la boca mientras nuestro corazón está transido de mamonerías, de preocupaciones por el dios Dinero. ¿De dónde sacaremos las fuerzas para atender con cuidadoso esmero a esa disyuntiva tan tajante? Porque lo nuestro es la preocupación y el cuidar y prever lo que va a ser de nosotros. ¿Cómo llegaré a la jubilación?, ¿no me convertiré en un mileurista?, ¿qué haré de mi vida en aquel momento? ¿Qué haré, si ahora, en estos tiempos tan tramposos en los que vivimos, ni siquiera soy mileurista? ¿Cómo viviré?, ¿qué será de mí mañana? ¿Resistirá mi familia? ¿Resistirá mi comunidad? ¿Qué será de mí cuando llegue la vejez, o el dolor, o las dos cosas a la vez?, ¿cuando mueran seres tan queridos para mí?, ¿no quedaré en el más puro de los abandonos, justo en el momento en el que más necesito de los demás, de su ayuda, de su dinero, de su cariño? No, no, nadie se engañe, no son agobios sin sentido. Son la urdimbre misma de nuestra vida.

Por eso las palabras de Jesús llamando a que lo dejemos todo en manos de ese a quien llamamos Padre, ¡porque lo es!, él nos ha enseñado a llamarle de este modo. Tal es nuestra realidad profunda. Es Padre para nosotros. Y Madre. Tenemos la confianza de que nunca y por nada nos va a abandonar. Siempre estaremos en sus manos amorosas. Cuidado, no pienses que ya está todo arreglado, pues Jesús termina diciéndonos que un agobio traerá a otro, porque cada día tiene su afán, y nos quedan muchos días por delante. Lo que nos pide, pues, es una actitud de entrega confiada; a cierraojos, como los niños. Como él la tuvo. Puso su confianza en quien es su Padre, aunque esta se le ofreciera como tal en la cruz. Porque el Padre no impidió la cruz. Y la confianza del Hijo pasó por ella. Incomprensible. Sacrificio. Víctima. Sumo sacerdote. La elección de Jesús en la disyuntiva fue resplandeciente, mas esa elección pasaba por la cruz. ¿Cómo lo podremos olvidar? ¿Cuál es nuestra cruz? En tus manos, Señor, están los azares de mi vida. Soy todo tuyo.

San Pablo nos lo escribe en su carta: sé fiel, y deja el juicio de esa fidelidad a quien nos absuelve. Porque mi juez es el Señor.