Eclo 36,1-2a.5-6.13-19; Sal 78; Mc 10, 32-45

¿Qué será de nosotros cuando, siguiendo a Jesús, subamos con él hacia Jerusalén? ¿Qué acontecerá con él?, ¿qué será de nosotros? Él se nos adelanta y nos dice cosas que nos extrañan por demás. Seré entregado a los poderes fácticos. Me condenarán a muerte. Seré traspasado a los gentiles. Mas, en mitad de esas palabras, porque no entendemos nada, algunos de entre nosotros, se siguen preocupando de cómo sentarse en la gloria. No sabéis lo que pedís. ¿Seréis capaces de beber el cáliz que yo he de beber? Es maravillosa la respuesta insensata de Santiago y Juan: lo somos. Una intrepidez de boy scout, pero que nos enternece, pues se parece tanto a la nuestra, la tuya y la mía, cuando las cosas parecen irnos bien, cuando nos encontramos seguros junto a Jesús, calentitos a su regazo, mas sin saber el huracán de abandono y de muerte que llega. Jesús no nos increpa: El cáliz que yo he de beber lo beberéis, y os bautizaréis con el bautismo de sangre con que yo me voy a bautizar. Jesús no emite ningún quejido ante la petición estrambótica de sus jóvenes discípulos, que parecen no enterarse de nada, que viven todavía a sus rollos, como si estuvieran en una hisorieta de Roberto Alcazar y Pedrín. Pero, siempre humilde, siempre amable y compasivo, queriendo a sus discípulos, queriéndonos a nosotros, a ti y a mí, hasta la extenuación, Jesús aprovecha para enseñarnos. Entre vosotros, el grande será el que más sirva. El primero, el esclavo de todos. Él ha venido a servir para dar su vida en rescate por todos. También por nosotros, insensatos, que quisiéramos demasiadas veces vivir una vida de comic.

Su compasión nos alcanza pronto allá en donde estamos, mejor, en donde estemos. Porque llegará el día en que estemos agotados, en que se nos caiga ese mundo de bambalinas, el del Guerrero del Antifaz. El seguimiento de Jesús por sus caminos, no por los que habríamos soñado, sino los que la humildad de la vida nos depara, nos hace realistas. Realistas en nuestros gemidos y, sobre todo, en el saber con qué fuerza contamos. Con la suya. Con la fuerza de su cruz. De su muerte y resurrección. De su ofrenda de pan y de vino. Cuántas veces nos repite que nuestra ofrenda no es nuestra, sino suya. ¿Qué haremos, pues? Darle gracias una y otra vez. Porque somos su pueblo y ovejas de su rebaño. Por eso, cantaremos siempre sus alabanzas.

Cuando él nos salva, y porque es él quien nos salva, todas las naciones terminarán por saber lo que nosotros sabemos: que no hay Dios fuera de él. Gritaremos que tenga compasión de nosotros, como la tuvo con nuestros padres. Porque nuestra fuerza es la suya, claro es, no nuestra gimnasia. Porque él nos ha elegido somos de ese pequeño pueblo, los pobres de Yahvé, al que pertenecía María. El Señor se fijó en su humildad. Ahora se fija en la nuestra. Ya no iremos asustados tras de él, aun sabiendo muy bien nuestra poca valía, nuestro amateurismo, incluso, ¡horror!, nuestro pecado. Porque sólo él puede darnos lo que no tenemos. Sólo él puede enmendar nuestras fatuidades. Nuestros pecados. Sólo él puede hacer de nosotros instrumentos de su salvación, de manera que todo penda de nosotros sin que nada dependa de nosotros. Pura gracia. Por eso, mediante la acción de su Espíritu que grita en nuestro interior: Abba (Padre), gracia que genera en nosotros obras de misericordia. Ternura. Caricia. Amor.