Eclo 51,17-27; Sal 18; Mc 11.27-33

A los jefes, sumos sacerdotes, escribas y ancianos, les enrabia Jesús. ¿Cómo se atreve?, ¿quién le ha dado vela en esos altos asuntos, los que tienen que ver con el templo, con el pueblo y con Dios? ¿Cómo se atreve él, un desconocido llegado de la periferia niebla del norte, tierra de poco fiar, pues de galileos, comparándolo con su centralidad, con su autoridad reconocido por todos los israelitas piadosos y de bien? Nosotros nos hacemos continuamente la pregunta: ¿quién eres, Señor?, pero ellos se hacen otra, más insidiosa, menos real, e incluso menos realista, porque pone el centro en la cuestión de la autoridad que ellos detentan con toda la fuerza ¿Con qué autoridad haces esto?, porque, es obvio, la autoridad es cosa nuestra y no vamos a dejar fácilmente que nos la arrebates. Sería ir contra los designios mismos del Dios de Israel que ha puesto la autoridad en sus manos; ellos son los que deben comprender; ellos son los que deben aconsejar; ellos son los que deben mandar. La autoridad de Dios es cosa suya y bien suya, y viene ahora este impío queriendo arrebatárnosla. De ninguna manera. Llegaremos hasta donde haga falta para que no lo logre. Porque tenemos razón. La razón de Dios está evidentemente con nosotros.

De ahí la pregunta insidiosa. Pero Jesús es listo, lo demuestra a lo largo de toda su vida. Conoce a las gentes y sabe cómo tratar a cada uno, a cada grupo, como acontece esta vez. Por eso, a la pregunta responde con otra pregunta. Lo de Juan el Bautista todavía estaba vivo, y sabía que ahí les ganaba la partida de la discusión, cerrándoles todo camino, porque todo el mundo estaba convencido que Juan era un profeta. Lo de Juan, ¿fue cosa de Dios o de los hombres? Deliberan, viéndose derribados. ¿Qué diremos? Si de Dios, ¿por qué no creísteis en él? Si de los hombres… No sabemos. Los que se creían con toda la autoridad se ven, así, encerrados. Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto.

¿Qué?, ¿no quiere Jesús revelar la fuente de su autoridad? Esa cuestión está bien clara desde el comienzo, y lo estará más aún al final de su vida, en su muerte en cruz y en la cortina ocultadora que se rasga, como nos contará el mismo evangelio de Marcos (15,38): el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo, donde se mostrará cómo es él quien, yendo al Padre, nos abre el camino para llegar a sí. Único camino. Autoridad de quien es el Hijo de Dios, el Verbo de Dios, su Palabra. Palabra siempre creadora y recreadora. Palabra salvadora. Es él quien, de este modo, envía al Espíritu a través de su cuerpo rasgado y resucitado para que anide en nosotros, haciendo de cada uno de nosotros su templo. Único camino para la bajada del Espíritu.

Es verdad que las grandes autoridades de Jerusalén no conocían todo esto, pues vienen en lo posterior. Pero tampoco lo conocían todavía sus apóstoles y discípulos. Hay una diferencia esencial entre ambos. La cuestión de la fe. Unos desconfiaban en la raíz misma de quién fuera Jesús. Sólo veían en él ganas de quedarse con su autoridad, tan propia, arrebatándosela, y eso no lo podían soportar. Otros, en cambio, estaban abiertos por la fe en Jesús a todo lo que él era y les iba a ir mostrando. Aquellos se torcieron para siempre. Estos desearon la sabiduría con toda el alma.