Is 55, 10-11; Sal 33; Mt 6, 7-15

«¡Niño, ve por el pan!»… Cuando yo era un chaval, la palabra «encargo» tenía un significado claro y preciso: tú estabas en casita tan tranquilo, jugando con el Exin Castillos, y de repente mamá te dejaba con el castillo a medias, te daba una moneda y te enviaba a la panadería. Bajabas a la calle, comprabas el pan, y volvías para continuar haciendo tu castillo siempre y cuando tu hermanito no hubiera aprovechado tu ausencia para dejarlo reducido a pavesas… Ahora soy mayor, y «voy por el pan» sin que nadie me lo mande. Durante los minutos que, diariamente, paso en la panadería, compruebo que las cosas han cambiado: los niños siguen «yendo por el pan», pero aprovechan la visita para comprar enormes bolsas llenas de «chuches» a cambio del favor. Antes, a los niños se nos mandaba. Ahora se los soborna… ¡A dónde vamos a llegar!

«Así será mi palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo». El Desierto, vivido en soledad con Cristo, es toda una escuela: no hay más que leer despacio y en silencio las páginas de la Escritura para entender que, antes de la Encarnación, en la Trinidad resonó un: «¡Niño, ve por el pan!».

Habitaba la Palabra en el Hogar Celeste cuando el Padre lo mandó a redimir a las almas del mismo modo que mi madre me enviaba a comprar el pan. Vino entonces Jesús al mundo con el único fin de cumplir el encargo y volver a su Padre. No hubo «chuches» de por medio. Jesús no proyectó según su capricho un solo minuto de su tiempo. Había que gastar en las almas hasta la última gota de Sangre, y así lo hizo. No quedaba cambio para golosinas.

Ahora nos toca a ti y a mí… Porque nos hemos visto, de repente, en el mundo con los bolsillos llenos (llenos de tiempo, de fuerzas, de salud, de inteligencia, de ilusiones, de amor… ¡de dolores!), y quizá hemos sido tan necios de pensar: «¿Qué haré con tanta riqueza?»… En nuestra ceguera, quizá hemos gastado ya muchos talentos según nuestro capricho. Hoy, en este bendito Desierto, nuestros ojos se han abierto y descubrimos cuánto hemos errado. Ni nuestro tiempo, ni nuestras fuerzas, ni nuestra mente ni nuestro corazón ni nuestros dolores nos pertenecen: Dios los ha puesto en nuestros bolsillos para que cumplamos su encargo. Levanta, por tanto, los ojos al cielo. Para cada hombre -¡también para ti!- Dios tiene un encargo especialísimo que llamamos «vocación».

Rebuscarás en tus bolsillos, y descubrirás que no hay en ellos dinero para comprar lo que Dios te encargó; tú no puedes ser santo… Por eso Jesús pone en tus labios la moneda más valiosa: la súplica. «Hágase tu Voluntad». Algo descubrí al emplearla: antes, cuando mi madre me enviaba «por el pan», ella se quedaba en casa. Esta vez, mi Madre ha venido conmigo, y cada vez que, diciendo «Hágase tu Voluntad», deposito mi moneda en el mostrador, Ella ofrece la suya: «Hágase en mí según tu Palabra». Ambas van a parar a la Cruz, y allí se juntan con la gran Moneda… Je je je; no sabía que el pan ya estaba pagado. Ahora no tengo miedo.