El otro día estaba con un alumno brillante pero con la autoestima muy baja. De hecho tiene un gran miedo ha fracasar y a que los demás se den cuenta de que realmente no es tan bueno como parece. Le pesa mucho la responsabilidad de los estudios y, sin duda tiene una idea bastante falsa de sí mismo. Entre otras cosas no se valora lo suficiente. Después leí el evangelio de hoy y en seguida me di cuenta de que no se trataba de lo mismo.

El publicano que “no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo” o es alguien con la autoestima baja, sino alguien que es consciente de sus límites verdaderos. No se mide con los demás hombres sino que se coloca ante Dios. Desconocemos qué es lo que ha hecho, de qué se siente en concreto culpable. Pero hay algo que nos indica que no vive del juicio que los demás hacen de él sino que sabe que su relación más profunda es con Dios, quien todo lo ve pero que también es misericordioso.

No soy psicólogo y por tanto ignoro los condicionantes últimos del comportamiento de las personas. Pero sí sé que ante Dios es necesaria la humildad. Esta no viene de una necesidad de Dios por que todos sean inferiores a él, sino que es una necesidad nuestra para poder recibir su gracia. Sin esa humildad nos cerramos a su amor.

El otro personaje que aparece en la parábola, el fariseo, tiene un alto concepto de sí mismo. Puede repasar una  otra vez todas las cosas que hace bien y darse cuenta de que su comportamiento es, al menos exteriormente, superior al de los demás. Pero comete el error de compararse con otros hombres. De esa manera, por muy buenas que sean sus acciones, pierde de vista la grandeza a la que está llamado. Se difumina el horizonte de santidad a que Dios lo invita. Frente a la santidad de Dios toma como medida lo que hacen sus contemporáneos. De esa manera reduce la exigencia de su corazón. Cada uno de nosotros, decía san Alfonso, “es lo que es delante de Dios”.

Cuando pienso en el fariseo no me llama la atención sólo su orgullo y esa autosuficiencia que le lleva a despreciar a los demás. Me pregunto por todas las cosas que se pierde en la vida. Es probable que en los demás sólo reconozca los errores y limitaciones y, por ello, pierda muchas oportunidades para alegrarse. Cuando un ser querido hace algo bueno nos alegramos. Le pasa a los padres con sus hijos, a los hermanos entre ellos y a un profesor con sus alumnos. El bien y la bondad de los demás, cuando los reconocemos engrandecen nuestra vida. Quizás ese personaje de ficción, en cuya actitud a veces podemos caer nosotros, tiene una profunda amargura.

Pero, además, ese fariseo se pierde la bondad infinita de Dios. Contrapone a ella todas sus buenas acciones. A nadie se le escapa que sumadas y puestas en la balanza junto al amor de Dios no son nada. Quiere ser amado por sus obras y no gratuitamente. Dios nos ama gratuitamente y, cuando nos sabemos queridos de esa manera, intentamos que nuestra vida sea conforme a su amor y de ahí nacen las obras de misericordia.

En el camino de la Cuaresma le pido a la Virgen María que me enseñe a reconocer todo el bien que hay a mí alrededor y a ser cada día más consciente de la infinita bondad de Dios que se apiada de los pecadores.