En la primera lectura, del libro de la Sabiduría, se anticipa el destino de Cristo. De hecho, se plantea un problema que una y otra vez reaparece en la historia: el destino del justo. Aparentemente el mal triunfa y los buenos padecen en este mundo. Pero el gran problema es que alguien dice que Dios está con él y, en su vida, ilumina el mal de los que le rodean. Si cualquier persona con sus acciones buenas evidencia la indiferencia o la falta moral de los demás, en el caso de Jesucristo, ello llega a su máxima expresión.

En el Evangelio se señala que habían decidido acabar con Cristo. El motivo de quienes habían tomado tal decisión era la pretensión de Cristo de ser Hijo de Dios. De muchas maneras había mostrado cómo llevaba a plenitud la ley de Moisés. Así, había contrapuesto su enseñanza a la de Moisés, se había proclamado señor del Sábado y también se había comparado con el Templo. En los tres casos no estaba negando la validez del antiguo culto. Lo que indicaba es que todo lo anunciado en el Antiguo Testamento era conducido por Él a la plenitud. Nadie le podía acusar de hacer daño ni de estar contra el hombre. Por eso las acusaciones se referían a que blasfemaba. Después, como complemento, añadirían la historia de que se oponía al César, pero se trataba evidentemente de una estratagema.

A la luz de la primera lectura entendemos mejor el dinamismo de los hechos. Se trata de destruir a Jesucristo para, de esa manera, descalificar toda su enseñanza y hacer caer la sospecha sobre sus obras. Las palabras del Antiguo Testamento anticipan proféticamente los sucesos del Calvario. También allí se burlarán diciendo que si es Hijo de Dios baje de la cruz. El mal intenta acabar con el bien en un último esfuerzo. Y el Amor infinito demuestra su superioridad, pero no a la manera que esperaban sus verdugos. Dios vence al mal muriendo, cargando con las culpas de los hombres. Por eso Cristo no baja de la cruz, contra las expectativas de quienes juegan a chantajear el mal esperando una exhibición.

El Evangelio de hoy también nos indica que, aunque no lo parezca, la historia siempre es conducida por Dios. Forma parte del mal intentar hacer creer que el lo controla todo. Cristo muestra, subiendo a Jerusalén, que no actúa coartado por el miedo. Por eso se nos dice que “nadie le pudo echar mano, porque todavía no había llegado su hora”. Es el amor de Dios el que siempre domina en todas las circunstancias. Es él quien reconduce también el mal hacia un final salvífico.

Lo que sucede en la historia universal también pasa en el ámbito de la vida personal de cada uno de nosotros. Es por ello que, en este tiempo de Cuaresma, hemos de reafirmar nuestro deseo de permanecer fieles y también hemos de intentar ver como nuestra historia, también con sus imperfecciones, ha sido utilizada por Dios para salir a nuestro encuentro. Unidos a Él experimentaremos también la soberanía sobre los malos deseos que pueden anidar en nuestro interior y descubriremos un horizonte nuevo iluminado totalmente por su amor.

Que la Virgen María siga acompañándonos en estos días finales de la Cuaresma para que lleguemos convertidos a las fiestas pascuales.