Nú 21,4-9; Sal 101; Ju 8,21-30

Los enemigos de Jesús no comprenden lo que dice. ¿Levantarle?, ¿dónde? En el madero de la cruz. Como a la serpiente maldita, para curación de todos; para que cuando nos muerda con su veneno, miremos al madero en lo alto. Quedaremos limpios al mirarlo. Nuestra mirada a la cruz, por tanto, será de salvación. Pero ¿qué dices?, no te entendemos. Cuando levantéis al Hijo del hombre, sabréis que yo soy. Pues te entendemos menos aún. ¿Qué significa eso de que yo soy?, ¿no te das cuenta de que te aplicas a ti mismo de manera blasfema el nombre de Dios?, porque ‘Yo soy’ es el nombre del Señor; ‘Yo soy’, Yahvé, es su nombre impronunciable, y tú te lo apropias. Blasfemia. Qué más tenemos que oír. Y, sin embargo, al oírle, muchos creyeron en él. Porque Jesús nada dice y nada hace por su cuenta sin que venga del Padre, quien se lo enseña. ¿Cómo?, ¿cómo dices? Te haces igual a Dios. Si no creéis que yo soy, moriréis por vuestros pecados. Pues no creer en él, que ha sido enviado por el Padre, es morir por los pecados que uno ha cometido. Sin él, sin mirar al madero en donde está colgado, no sanaréis de vuestros pecados y de la muerte que les acompaña. Hemos pecado contra el Señor, y queremos que nuestro Mediador, desde lo alto del madero, rece por nosotros para que aparte de nosotros las serpientes.

Maravilla cómo se acopla el AT con el NT. En este, aquel obtiene su cumplimiento. La mirada a la serpiente colocada en un estandarte era figura de Jesús clavado en el madero. Quien le mire, quedará curado de toda mordida venenosa del pecado. ¿Podremos mirarla desde la lejanía? Sí, podremos. Como los apóstoles. Porque la atracción de ese madero es estupefaciente. Las mujeres, con María, estaban al pie de la cruz. Nosotros, quizá, la contemplábamos de lejos. Pero eso no importa, porque esa mirada de fe es la ocasión para que la gracia de la curación debida a la misericordia se haga con nosotros, atrayéndonos con suave suasión. Mirada de fe. Quizá como la de Zaqueo. En nuestra lejanía, pero que al punto se convierte en acercamiento, pues Jesús, clavado en su cruz, viene a nosotros. De esta manera, aunque inicialmente en la distancia, nos ponemos al pie de la cruz. Porque la cruz de Jesús viene a nosotros y nos salva, haciéndonos, como él es, de allá arriba. Los arribas del madero de la cruz. Ayudándole, quizá, a llevarla al lugar del suplicio, como el Cireneo. Puede que clavados a su derecha, como el buen ladrón. Siempre cerca, así. Mirando al Señor.

¿Qué ha ocurrido? Que el Señor ha escuchado mi oración. La oración de mi mirada. Por eso, mi grito ha llegado hasta él. Que el Señor no me esconde su rostro. Que lo puedo mirar allá donde él está. Rostro de serpiente infame. Rostro de pecado. Rostro de salivazos. Rostro de muerte. ¿Cómo?, ¿eso es lo que veré? Rostro desfigurado. ¿Cómo pensar, pues, que ese es el rostro de Dios, el rostro del Hijo? ¿Es que me he vuelto loco? ¿No es ahí, precisamente, el único lugar al que no debería mirar, pues rostro de muerte? Misterio de Dios.

Todo parece estar trastocado. Ilumíname, Señor. Que comprenda este misterio insondable; que lo viva en la contemplación de la cruz. ¿Será cruz de muerte la tuya, o madero santo donde se nos haga donación de la vida?