Ez 37,21.28; Sal Jer 31; Ju 11,43-57

Porque, es verdad, Jesús los hace, y es ahí donde los sumos sacerdotes y los fariseos, reunidos en el Sanedrín, manifiestan su grave preocupación. No se trata solo de símbolos que con mayor o menor vaguedad apuntan a Dios, sin implicar por nuestra parte ninguna carnalidad en la relación con él, mucho menos en la de él con nosotros. Se trata de signos. En ellos se ve la urdimbre misma de la relación de Dios con nosotros y de nosotros con Dios. Relación de Hijo. Relación de ser. Relación de palabra. Relación de perdón. Relación de amor. Pues bien, precisamente porque descubren esa conexión tan íntima de Jesús con Dios, por un lado, y con nosotros, por otro, las autoridades se preocupan. ¿Qué va a acontecer? ¿Se quedarán cortados, pues solo alcanzarán ahora a ser dueños de una simbología que Jesús con sus signos deja caduca? La imagen y la semejanza, que fue desvirtuada entre las espesas nieblas del pecado y de la muerte, dejándonos a lo máximos en una mera simbología del templo y sus aledaños, del cumplimiento minucioso de reglas y costumbres, de las que ellos se había apoderado con todo su disfrute, se nos ofrece ahora en la misma carne de Cristo. Es en él en quien aprendemos y recibimos esa nueva imagen y semejanza que se nos ofrendó en el hecho mismo de la creación, pero que ahora se nos dona renovada y crecida en la persona de Cristo clavado en la cruz. Porque el gran signo hacia el que todos convergen. Y hacia allá arrastran a Jesús quienes no soportan que su palabra y sus gestos sean signo. Signo de quien de modo visible nos hace ver al Dios invisible. Pues quien contempla a Cristo en la cruz, a modo de signo, hace visible al Padre. Y la cruz es de esta manera signo de la misericordia de Dios que nos redime de los pecados y nos dona la vida eterna.

Qué bien comprendían las autoridades la importancia de los signos de Jesús. Y, por eso mismo, no los podían soportar. Para cargárselos eligieron el camino de la muerte en la cruz, el del sacrificio de su sangre. Creyeron que eso terminaría la carrera sígnica de Jesús, desbaratando así todo lo que él era; que su recuerdo desaparecerá sin dejar rastro. ¡Cómo se confundieron!, ¡cómo nos confundimos! A empujones y salivazos llevan —llevamos— a Jesús por la vía dolorosa hasta el Gólgota, para allá hacer desaparecer para siempre al personaje. Insensatos que fuimos, no nos dimos cuenta de que nuestro empujar llevó a Cristo al lugar de su Gloria. Porque, de este modo, el sufrimiento de Jesús es nuestra alegría. Es él quien abre sus puertas a la realidad de la muerte y de la redención. Su muerte y resurrección será el Signo de lo que en ellas se nos dona.

Los sumos sacerdotes y fariseos habían mandado que el que se enterase de dónde estaba les avisará para prenderlo. Necios, no sabían que de esta manera abrían las puertas al signo de la cruz, donde se nos muestra y se nos dona nuestra salvación. Hasta el punto de que innumerables veces hacemos sobre nuestro cuerpo el signo de la cruz en el nombre de la Trinidad Santísima. Así, con este Signo, se nos da la imagen y semejanza que recibimos al comienzo, pero que ahora se nos dona en su plenitud. Enterémonos, pues, dónde está Jesús para donar a todos el Signo de nuestra redención.