Is 42,1-7; Sal 26; Ju 12,1-11

¿Nos habíamos olvidado de él?, pues bien, la liturgia nos lo recuerda machaconamente tanto hoy como el Martes y el Miércoles Santo: Judas Iscariote está en nuestro horizonte; es una de nuestras posibilidades; una de las figuras de la Pasión, desde la que podemos ver todo lo que aconteció en aquellos días, figura la más horrible, pero que de ningún modo podemos olvidar, aunque, por supuesto, tampoco debemos quedar fascinados por la negrura de su ser. Su aparición extemporánea es una llamada de atención a que no olvidemos nunca la fragilidad de nuestra naturaleza, que ponemos en las mismas manos de Dios, como pedimos en la oración colecta, a lo que añadimos que levante nuestra vida en-esperanza.

Mas, una vez hecha esta introducción a estos tres días Santos, toda nuestra mirada se dirige al Siervo de Dios, su preferido, sobre quien ha puesto su espíritu. En su fragilidad asombrosa, se dejará hacer, mas ni vacilará ni se quebrará. El Dios de la magnificencia, que hizo cielo y tierra, le ha llamado, lo ha formado y cogido de la mano, para que abra los ojos de los ciegos, saque a los cautivos de las prisiones y de la obscuridad de las mazmorras. Porque en él está la salvación. Su fragilidad cuidará de la nuestra. En él, quienes nos asaltan para devorar nuestras carnes, tropiezan y caen. Él es nuestro salvador.

Seis días antes de la Pascua, de nuevo nos encontramos con Jesús en la casa de Marta y María, y ahí está Lázaro a la mesa, devuelto a la vida, como signo de nuestra propia resurrección. Le ofrecen en ella una cena. Marta servía. María, siempre a lo suyo —y lo suyo es la contemplación del Señor—, unge los pies de Jesús con una libra de perfume de nardo. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume. Fragancia de Cristo. El buen olor llega hasta nosotros. Nunca perfume tan costoso ha durado tanto, de modo que todavía llega su fragancia hasta nosotros, indicándonos dónde está el Señor. No es olor de muerte, sino de vida. María no lo sabe, pero ese perfume es primicia de los que ungirán el cuerpo de Jesús muerto, bajado de la cruz. Fragancia de su cuerpo en el sepulcro. Porque es ya desde ahora frescura del cuerpo resucitado.

Esa fragancia del perfume de María nos señala un horizonte que es el contrapunto del de Judas Iscariote. Horizonte de vida el uno; de muerte el otro. Uno, con su acto de traición parece tener solo como final el árbol descarnado, no el madero santo. La otra, en cambio, enjugando los pies del Señor con su cabellera, nos indica nuestro tocar santo al Señor, porque no solo seguiremos el camino de Pasión de Jesús esta Semana Santa, sino que tocaremos su cuerpo, como María, la hermana de Marta, como María, la madre de Jesús, que sostendrá el cuerpo de su Hijo, recién bajado del madero, como aquellos que recogerán el cuerpo muerto para ponerlo en una tumba que nunca había sido utilizada hasta entonces, como quienes ungirán su cuerpo para embalsamarlo. Y nuestra casa, que es la Iglesia de Dios, se llenará de su fragancia. Una fragancia que perdurará para siempre. Hasta el punto de que ese olor santo será signo indeleble de que esa Iglesia es la Iglesia de Cristo, de que vive en plenitud de la santidad de su Palabra y de sus Sacramentos.

¿Por cuál de los dos horizontes posibles nos decantaremos?