Éx 12,1-8.11-14;Sal 115; 1Cor 11,23-26; Ju 13,1-15

¿Llama la atención que en el evangelio de Juan no encontremos el relato del pan y del vino en la Cena del Señor? Desde Pablo, y los evangelios sinópticos, todos los cristianos lo conocían, era parte esencial de la liturgia: memoria de la carne y de la sangre de Cristo entregada en la cruz por nosotros, quien en la sacramentalidad de su carne nos dona la materialidad del sacramento. Por eso, como tantas otras veces a lo largo de su evangelio, Juan substituye el relato central de la Cena por su significado: el lavatorio de los pies, signo del Misterio del amor más grande que se realiza en el pasar del Jueves al Viernes Santo. Jesús se ha rebajado no teniendo a gala su procedencia, de la que nos hablaba de manera tan espectacular el prólogo del cuarto evangelio, haciéndose uno de tantos, en cuerpo igual al nuestro en todo, excepto en el pecado, y ahora, al final, antes de arrastrarse con ayuda del Cirineo para ser colgado en el madero santo, nos ha lavado los pies para que comprendamos cuál es nuestro ministerio, si quiere parecerse al suyo, y, luego, nos ha entregado su cuerpo. Su carne, verdadera comida. Su sangre, verdadera bebida. Alimento para nosotros cada vez que hagamos ‘esto’ en memoria suya. Un esto donado en signos de amor. Sacramento de amor que de manera significativa nace, después de la Cena, en la sangre y el agua que, tras la lanzada, se derramarán de su costado muerto. La Iglesia naciente, pues ella se ha hecho realidad entre nosotros desde el ‘hágase según tu palabra’ de María al ángel, alcanza su realidad profunda, su realidad eucarística, su realidad sacramental. No sorprende que María, la madre de Jesús, al pie de la cruz, esté en las inmediaciones de ese derramarse de amor, pues ella es el cuenco en el que nace la Iglesia.

Señor, si es así, grita Pedro, ¡siempre Pedro!, no solo los pies, sino también las manos y la cabeza. Porque tu amor a nosotros, que ahora se nos muestra en su expresión suprema, es amor de madre. Nuestro sacramento eucarística conlleva el que nos lavemos los pies los unos a los otros, el que acariciemos la mano de los moribundos, el que demos lo nuestro al que no tiene. Sacramento que se hace realidad de vida en el amor de unos por otros. Amor a todos los que ama el Señor. Amor que reencuentra su imagen y semejanza, la que perdimos por el pecado, por cuanto había quedado desfigurada y entre nieblas. Ahora, en cambio, en el paso del sacramento, en el significado abisal del lavatorio de los pies, se nos ofrece en Cristo la imagen y la semejanza con la que fuimos creados. En Cristo, la encontramos en toda su fuerza. De ahí que haciendo ‘esto’ en memoria suya, atinamos con ellas en todo el esplendor de su plenitud. Curioso que sea en la entrega a la muerte, a los salivazos y la corona de espinas, en el camino al Gólgota, en el ser clavado, en el grito estentóreo, en la muerte colgado del madero, donde encontremos la perfección de la imagen y semejanza. Diríamos que es guiñapo moribundo, carne traspasada, risión de tantos que contemplaron el espectáculo, y, precisamente ahí, se nos dona la plenitud de lo que somos. Es verdad que la historia de Jesús no termina en el descenso del cuerpo y su puesta en una tumba nueva, pero, sin duda ninguna, pasa por ello, y no se manifestará su Gloria y el resplandor de nuestro ser en plenitud si no es haciendo camino de Jueves y de Viernes Santo; si no es sumergiéndonos en sus honduras.