Hoy celebramos la fiesta del apóstol san Matías. Sobre él dijo Benedicto XVI en una catequesis: «El papel negativo de Judas se inserta también en el (…) misterioso proyecto salvífico de Dios«, que «asume el gesto inexcusable de Judas como ocasión de la entrega total del Hijo por la redención del mundo. Después de la Pascua, Matías fue elegido para ocupar el lugar de Judas. De él sólo sabemos que fue testigo de la historia terrena de Jesús, permaneciendo fiel hasta el fin» y «compensando la traición de Judas. Es una última lección: si incluso en la Iglesia no faltan cristianos indignos y traidores, cada uno de nosotros debe servir de contrapeso al mal que han hecho con nuestro (…) testimonio de Jesús«.

Poco más puede decirse de este apóstol, que como recuerda el Papa vino a compensar con su entrega el fallo del Iscariote. A pesar de lo poco que sabemos de él y de haber entrado en el colegio apostólico como substituto, Matías no deja de ser una de las columnas de la Iglesia. Como se señala en el libro de los Hechos, él había de dar testimonio de Cristo desde el bautismo de Juan hasta la resurrección de entre los muertos. Su elección tuvo lugar de una manera singular, pero en ningún caso quedo fuera del designio de Dios. Por eso a Matías le podemos aplicar las palabras que Jesús dirigió a sus otros apóstoles en la Última Cena: “a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer”.

Por eso un apóstol, y cualquier cristiano que se sienta llamado a participar del apostolado, ha de reconocerse ante todo como un amigo de Cristo que da a conocer a los demás lo que su amigo le ha revelado. Y Jesús, como amigo, principalmente lo que nos muestra es su corazón, el misterio de amor que hay escondido en él. Y ese amor es tan grande que con sus amigos, sobre el fundamento de los Apóstoles, edifica la Iglesia como casa de Dios con los hombres.

Al pensar en Matías, ese apóstol casi por accidente, uno se da cuenta de que Jesús ha llegado a cada uno de nosotros, con su palabra de salvación a través de una cadena de amigos. Que, de hecho, su rostro, nos ha sido definido a través del rostro de otras personas que han sido amadas por él y que nos han amado como él les enseñó.

Siempre es Jesús quien toma la iniciativa y elige. Y en su elección nosotros somos transformados. Lo somos hasta el punto de que, como señala el evangelio, estamos destinados para dar fruto. El fruto son las obras de caridad y su manifestación externa es el crecimiento de la Iglesia. Cuantas más personas son apartadas del pecado e introducidas en la vida de la Iglesia mayor fruto. Porque Jesús ha venido al mundo para salvarnos del pecado, no para condenarnos. Y en su obra salvadora va incorporando cada vez más personas para que con él irradien el amor de Dios a los demás. Se trata de una relación de amistad, que engendra la comunión, de los hombres con Dios y también entre nosotros en el seno de la Iglesia.