Hch 16,11-15; Sal 149; Ju 15,26-16,4a

Los nombres de esas viejas ciudades no nos importan demasiado, pero sí el ‘nosotros’ que, de pronto, irrumpe en el libro de los Hechos por unos cuantos capítulos. Sea lo que fuere, nos alienta a que pensemos en lo que en ese libro se nos cuenta, el relato cercano de las primeras comunidades cristianas; sobre todo, al comienzo, con el protagonismo de Pedro, y, luego, con la figura rutilante de Pablo, poniendo en el entretanto el pasaje sobre Esteban, con ese discurso-río que tiene ante sus condenadores, entre ellos el joven Saulo.

Se nos refiere la manera de actuar que tenían los nuevos evangelizadores. El sábado salieron de la ciudad, caminaron por la orilla del río hasta un sitio en donde pensaban se reunían para orar, los judíos evidentemente, lo que nos muestra que en esa ciudad, colonia romana, no tenían sinagoga. Se hacen los encontradizos con aquellos a quienes siempre se dirigen en primer lugar. Encuentran eco en varias mujeres que luego tendrán importancia en el relato. Dios abrió el corazón de Lidia, quien ya adoraba al verdadero Dios, y a quien el Señor le abrió el corazón. El Señor ama a su pueblo, y la predicación de Pablo comienza siempre dirigiéndose a él; solo después, si es rechazado, como tantas veces acontece, se dirigirá a los gentiles. Mas, por infinitos que sean los encontronazos, nunca deja Pablo de ir a él en primer lugar. Nunca pierde la esperanza; esa esperanza que se le hace problema teológico en los tres capítulos geniales, del 9 al 11, de la epístola a los romanos.

Nótese la fórmula: el Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo. La fe en Jesús se nos hace donación cuando es Dios mismo quien nos abre el corazón al mensaje del evangelio. La fe es cosa nuestra y muy nuestra. Jesús nos dice una y otra vez en sus evangelios: Tu fe te ha salvado. Todo lo demás, todos nuestros haceres, se nos donan como añadidura. Ah, pero incluso esta fe tan nuestra consiste en una apertura de nuestro corazón; una apertura que se nos regala, pues es él quien lo abre para nuestra fe. Sin esa apertura graciosa, ¿podríamos tener fe por nuestras solas fuerzas? Nostalgia de Dios, sí. Y ese fundamento es decisivo para que el Señor nos abra el corazón. Mas es él quien nos lo hiere de modo que podamos aceptar lo que dice Pablo, lo que dicen los apóstoles, lo que dice la Iglesia. Necesitamos una tierra esponjada, herida, que sea capaz de oír lo que se nos anuncia, y creer lo que se nos dice.

Porque es el Defensor quien nos es enviado por Jesús desde el Padre, quien es el Espíritu de la verdad. Una verdad que procede de quien es fuente de toda verdad: el Padre. Y será este Espíritu quien inunde nuestro corazón, nuestra persona, nuestro más íntimo yo; quien nos dé testimonio de él, para que también nosotros demos testimonio. Qué maravilla: Porque desde el principio estáis conmigo. ¿Cómo?, nosotros no, los apóstoles sí, pero esa suerte no nos cupo a nosotros. ¿O sí? Porque nosotros, sin haber conocido a Jesús antes de la cruz, lo conocemos allá en donde él se nos dona en su completa plenitud, a los apóstoles y a nosotros, en la cruz. Cruz de muerte. Cruz de resurrección. ¿Qué suerte, no? Sí, claro, pero, atención, porque también a nosotros nos perseguirán, creyendo, además, que de ese modo dan culto a Dios.