Sof 3,14-18 o Rom 12,9-16b; Sal Is 12; Lu 1,39-56

Ese regocijo del profeta se ha cumplido en María, la madre de Jesús, que, por eso, es Madre de Dios. El Señor será rey en ti, viniendo a nosotros en tus entrañas, para salvarnos. Él se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo. ¿Es excesivo que apliquemos las profecías también a María, que digamos cómo en ella se da su cumplimiento? Si así es en Jesús, el hijo, ¿cómo no lo será en la madre en la que el Hijo tomó carne? Cantaremos, pues, con el salmo qué grande es en medio de ti el Santo de Israel. Contaremos a todos los pueblos sus hazañas. Porque en ella podemos decir lo grande que es en medio de ti el Santo de Israel. Siempre, pues, que queramos mirar a Jesús, dirijamos nuestra mirada a las entrañas de su madre, al fruto de sus entrañas. Algunos no dan demasiada importancia a esa misteriosa ligazón carnal, pero, haciéndolo así, olvidan la carnalidad misma de Jesús, el Hijo de Dios, el hijo de María. Y quien olvida esa carne, se olvida de ese en quien se hace visible. Porque el Padre se nos hace visible en la carnalidad misteriosa y fecunda del Hijo.

En el pasaje del evangelio de Lucas en el que se nos narra la visitación de María a su prima Isabel, encontramos algunas de las expresiones que nos han llegado más adentro. Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. Afirmación afanosa de la carnalidad de Jesús, el Hijo. No fue un como-si, sino una realidad palpable, que se puede tocar, que nos toca como alimento en la eucaristía y en la bienaventuranza de los pobres y de los que tienen necesidad de nosotros. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá. La palabra del Señor es eternamente fiel, pero aún más si cabe cuando se refiere a su Hijo que toma carne en María.

El Magnificat es una oración, a manera de salmo, que está puesta deliciosamente por Lucas en la boca de María, resumiendo todos los sentimientos de ella en el momento que le toca vivir en comunión perfecta con Dios; comunión que nunca antes y nunca después tuvo la menor mancha. Es un canto asombroso a la humildad de María. Es esta, su humildad, la que hizo que el Señor la escogiera para ese papel tan cuidadoso. La Madre de mi Señor. Una madre que, en su humildad, recibió la gracia infinita de Dios. Una humildad que canta la grandeza del Señor, quien la ha mirado y la ha escogido, para hacer por ella obras grandes. La obra de nuestra salvación se inicia en ella, pues va a acoger en su seno al enviado de Dios. Su humildad ante el Señor era tan grande, que él pudo elegirla para llenarla de su gracia desde el principio. La-llena-de-gracia. Extraña expresión. Todo su ser es gracia. Todo su ser es elección. Porque en ella iba a realizarse, mejor, en ella se realizó el tomar carne del Hijo de Dios. Porque la de Jesús es carne conformada en María. Dios se hace carne en ella, por eso ella es Madre de Dios. Si lo negáramos, Jesús sería un hijo de María elegido de lo alto para hacer en él una obra interesante, o la encarnación no tendría la realidad de consistencia que tiene, devaluando en ambos casos de manera radical al Hijo de Dios.