Hech 17,15.22-18,1; Sal 148; Jy 16,12-15

¡Qué fracaso tan grande con los filósofos atenienses del Areópago! De eso te oiremos hablar otro día. Lo escucharon todo con atención y simpatía, pero, bueno, eso de la resurrección, nada. De eso nada. Y, sin embargo, es un genial discurso, construído con sumo cuidado, apoyándose en la filosofía de su tiempo, que él conocía a la perfección —cuentan ahora los estudiosos de Pablo cómo su educación habría sido sobre todo griega y filosófica, incluso más que judía y farisaica—, pero que, en ese momento, le llevó al más absoluto desdén de todos los asistentes. Y, sin embargo, el mensaje cristiano se asentó muy pronto entre los filósofos. Justino es muestra de ello, él, que nunca quiso dejar la capa roja que distinguía a los filósofos. Muy pronto, la teología cristiana estará en diálogo profundo con la filosofía; en realidad ya en san Pablo, inmenso retórico, se da su conversación en la que hay una necesaria interpenetración. Piénsese, además de Pablo, en el Logos joánico, el Verbo, la Palabra.

Muy pronto, no, es mucho más: en su misma formulación utiliza la lengua griega y la contextura de pensamiento en que se expresa y se desarrolla es el de la cultura y del pensamiento griego. Fue esencial la apertura a los gentiles y el no obligar a los nuevos cristianos a cargar con la ley y los usos de los judíos. Por más que, es verdad, lo vamos viendo con fuerza, en Jesús se da el cumplimiento del AT. Pero el razonamiento de Pablo en numerosas ocasiones, y hoy es la pura evidencia, es griego y para los griegos. No solo porque el evangelio se predicará a todas las naciones, sino porque esa predicación se expresa en un lenguaje profundamente griego. Dios no está lejos de ninguno de nosotros. Y lo que Pablo intenta es hacernos ver que ese Dios que hizo el mundo, Señor de cielo y tierra, que a todos da la vida y el aliento, que sacó al género humano de un solo hombre para que habitara la tierra, y que es dueño de la historia, quiere que le busquen a él, aunque no está lejos de ninguno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos y somos estirpe suya. Pablo emplea así un verdadero trufamiento de expresiones filosóficas griegas. Sólo ahora, y sin haber mencionado una sola vez al Señor Jesús, cosa asombrosa en él, señala que ese Dios pide a todos los hombres que se conviertan. Y, ahora sí, aunque sin nombrarlo, hace referencia al hombre designado por él, pues la prueba de que es así es que lo ha resucitado de entre los muertos.

Hay, pues, prologómenos a la fe en Jesucristo. Esta fe no es un meteorito caído de lo alto que nos alcanza y nos transforma. Lo es, en una parte importante, claro, pero hay preparación del Evangelio. Hoy lo vemos en el discurso de Pablo en el Areópago de Atenas. Pero hay mucho más, no solo la expresión en griego y la integración total en ese mundo que da las palabras y la circunvalación de pensamiento, sino la expresión misma del Misterio de Cristo, hasta el punto de que no puede decirse que haya una “traducción” extrínseca al griego del mensaje de Jesús, sino una expresión original en griego de ese mensaje, expresión intrínseca, ligada a su cultura y a su filosofía, de modo que si se quisiera borrar como algo que no es necesario, algo que no es original sino enturbiador, se borraría la centralidad misma de la teología cristiana.