Hech 18,23-28; Sal 46; Ju 16,23b-28

Porque si él no los mueve, ¿qué haremos? Entonces, ¿qué?, ¿será que todo nos lo tendrá que dar él? Sí, claro. Nosotros pondremos nuestra fe, aunque siempre llena de fragilidades y de dudas  —diremos también nosotros: creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad—, y él nos lo dará todo. El perdón. La acción. La vida eterna en la que ya hoy vivimos. Sin ese movimiento que él pone en nuestro interior, ¿cómo fructificaríamos en buenas obras? ¿Cómo tendríamos fuerzas y ganas para predicar el evangelio por todo el mundo? ¿No quedaríamos, simplemente, deslomados a la primera revuelta del camino? Porque nuestra actitud es la del publicano que se quedaba allá detrás en el templo, escondido tras una de sus columnas, y dándose golpes de pecho no acertaba más que a decir: perdóname, Señor, perdóname. ¿Cómo podríamos, como aquel otro, avanzar hasta el proscenio del templo, cerca del Señor, y decirle con una sonrisa orgullosa de victoria: aquí me tienes, ya ves lo bien que lo cumplo todo; soy digno, por tanto, de acercarme a ti, no como ese pecador que se esconde de ti allá atrás.

Qué fuerza tiene el evangelio para hacernos comprender quiénes somos, como hijos de Adán, pecadores alejados de Dios, que, engañados por la serpiente, queremos ser como dioses, pero, aún con más fuerza, de qué modo se nos ofrece pertenecer a quienes, por la fe en Jesús, hemos sido salvados por la gracia del Señor, que se nos ofreció en el sacrificio de la cruz, porque su sangre fue derramada por nosotros y para nosotros; para nuestra salvación. Lo curioso del caso es que será ahora cuando, de verdad, seremos divinizados. Será el mismo Señor quien nos concederá vivir plenamente el misterio pascual, de modo que tenderemos siempre hacia lo mejor. Los protagonistas somos nosotros, pues es en nosotros donde se nos da esa capacidad y esa tendencia. No será algo extrínseco a nosotros. No será como un manto precioso que cubra nuestras podredumbres y obscuridades. Pues, de ser de este modo, ¿qué habríamos conseguido?, ¿no seríamos también nosotros meros sepulcros blanqueados? La redención nos alcanza por dentro. Transforma por entero nuestra vida. Casi diría que también transfigura nuestro cuerpo, nuestra carne, haciéndola ahora carne de Dios. ¿Como fruto de nuestras obras? No, porque nuestras obras salen de esa redención que tocó nuestra carne. De esa tendencia que puso en nosotros el Señor, ahora que nos ofreció quedar limpios de nuestros pecados por el agua y la sangre que salieron del costado de Cristo cuando, colgado en la cruz penetró la lanza en su cuerpo muerto. Cuando hacemos el ‘esto’ de la memoria del Señor. El esto de la eucaristía y el esto de nuestra vida saturada de su gracia. Y todo ello porque ha sido él quien nos ha concedido vivir plenamente el misterio pascual que celebramos cada vez que participamos en la eucaristía. Porque una y otra vez le pedimos al Padre que acepte las ofrendas de nuestro sacrificio espiritual de manera que nos transforme a nosotros, para que también nosotros seamos una oblación perenne, uniéndonos al sacrificio de Cristo. Por esto, al terminar la celebración hemos pedido con humildad al Padre de Nuestro Señor Jesucristo, y Padre nuestro, que eso que hemos celebrado en memorial de su Hijo, nos haga progresar en el amor.

Se entiende, pues, cómo dependiendo todo de nosotros, de nuestra acción, de nuestra vida, de nuestra predicación, en la pura realidad, todo depende del Amor que el Padre nos da, por su Hijo en el Espíritu.