Asentado en Canaán Abraham experimenta una gran aflicción. Está envejeciendo y se da cuenta de que todas sus posesiones serán heredadas por sus criados, ya que no tiene hijos. El deseo del hijo, de la descendencia, indica el deseo de comunicar lo más íntimo de sí mismo. Todo lo que Abrán tiene no lo quiere para sí, sino para otro. En cierto sentido experimenta la fugacidad de la existencia. El deseo de que alguien le herede es como una imagen muy imperfecta de la vida eterna: desear que otro continúe la historia de bondad y de belleza de la que él ha participado. Pero Dios le promete a Abrán que uno de su descendencia le heredará.

La imagen es preciosa. El Señor le muestra a Abrán el firmamento estrellado. Y en la contemplación de aquel cielo se da cuenta Abrán de la infinitud de Dios y de su grandeza y comprende que todas aquellas estrellas han sido colocadas ahí para él. Es una experiencia del amor de Dios que le lleva también a creer en la promesa que se le ha hecho. Ante una petición Dios lo conduce a que observe algo más grande: no sólo tendrá un hijo sino que su descendencia será incontable (como las estrella del cielo).

La promesa de Dios remite a lo que ya ha vivido Abrán. Quien le habla es el mismo que lo ha hecho salir de Ur de los Caldeos y le ha dado la tierra que ahora habita. Al mismo tiempo el Señor le promete que esa tierra será suya. Curiosamente aquí Abrán pide una prueba a Dios. Y el Señor le indica que puede realizar un sacrificio.

Este texto merece ser contemplado. El patriarca dispone las reses descuartizadas y las aves. Eso es lo que se le ha pedido. E inicia una larga espera en la que las aves rapaces intentan comerse la carne de los animales muertos. Abrán se pasa todo el día espantándolas en un trabajo agotador. A dispuesto el material para el sacrificio pero no le corresponde a él realizarlo. Como sucede en nuestra vida, continuamente hemos de preparar las cosas para el Señor, intentando evitar que el mundo desvirtúe o estropee lo que queremos sea una ofrenda agradable, pero no nos corresponde a nosotros conducirlo a su perfección.

Las palabras del Génesis describiendo la situación de Abrán nos estremecen: “un sueño profundo invadió a Abrán y un terror intenso y oscuro cayó sobre él”. Son estas palabras que remiten al misterio más íntimo del hombre, donde se vislumbra de alguna manera la lucha entre el pecado y la gracia; donde se dibuja la situación del hombre que toma conciencia de la nada que se abre ante él si Dios deja de sostenerlo. De alguna manera se prefigura aquí el misterio de Getsemaní, donde Jesús, en medio de grandes sufrimientos, luchaba por conducir a la humanidad desobediente a la obediencia del corazón del Padre. Ante Abrán se descubre un horizonte que no es sólo el del cumplimiento de promesas terrenas (una tierra, un hijo…) sino el de la lucha que se había entablado desde los orígenes después del pecado original. Miedo intenso y, al mismo tiempo, incapacidad para descifrar todo ese enigma, que permanece oscuro.

Pero Dios acaba pasando actuando en medio de la noche (como la salida de Egipto, como el la resurrección), y un fuego consume el sacrificio estableciendo la alianza. Quizás fue temerario el patriarca al pedir una prueba, al querer conocer los misterios insondables de los que su vida era signo y profecía. Pero también es cierto que estos padres de la fe vivieron con una intensidad tremenda parte del misterio de la redención que aún no se había desvelado.