Celebramos hoy la natividad de Juan Bautista, el precursor del Señor. Es un hombre marcado por la gracia desde antes de su nacimiento. Leemos en el evangelio de hoy que recibe un nombre inesperado. No se va a llamar Zacarías, como su padre, sino Juan. El hecho de que su padre recupere el habla y bendiga a Dios, junto con ese nombre ajeno a la tradición familiar suscita la admiración de todos y la pregunta “¿qué va a ser de este niño?”.

No es extraño que todo suceda así ya que Juan anunciará cosas más grandes: la llegada del Mesías, que nacerá seis meses más tarde. Pero la pregunta de los vecinos de Isabel ya nos indica algo. Ante toda persona debemos plantearnos qué va a ser de ella. La admiración de aquella gente nos hace ver que por encima de las expectativas humanas hay un designio de Dios. Si la preocupación de los padres por los hijos incluye siempre esta pregunta, que es la causa de sus desvelos y que nace de un amor, la que hoy leemos nos remite al designio de Dios. Lo que va a ser de cada uno de nosotros, de cada hombre con el que nos encontremos en el transcurso de nuestras vidas, hay que remitirlo al amor de Dios. Juan nace para dar testimonio y en él reconocemos que también cada uno de nosotros ha de mostrar en su vida el signo de Dios. Él lo hizo de una forma singular, retirándose al silencio del desierto para ser la voz de la Palabra. Y después mostró a sus discípulos al Cordero, por cuya sangre la vida de todos nosotros adquiere una dimensión nueva: la de la gracia. No sólo hijos de nuestros padres sino, principalmente, hijos de Dios.

Cuando pensamos en la vida del Bautista, como nos recuerda san Pablo en la segunda lectura, nos sorprende su fuerza y su ascesis. Toda su preparación en el desierto iba destinada a dar testimonio. He aquí también un sentido importante de la orientación de nuestra vida: mostrar a los demás el rostro de Cristo. Como señala el Apóstol se trataba de un “mensaje de salvación”. Aquí descubrimos otro aspecto importante. Si nuestra vida está abierta a Dios, deseando cumplir en todo su voluntad y buscando conformar nuestra vida a su designio (siendo fieles a la propia vocación y empleando en ello nuestras energías), nos convertimos para los demás en noticia salvadora. Los contemporáneos de Juan llegaron a confundirlo con el Mesías y, sin embargo él, como indica Pablo, cada vez daba un testimonio más grande de su pequeñez. Quería que los demás conocieran al mismo Jesús que él había saludado desde el vientre de Isabel. Por eso era, desde antes de su nacimiento y desde su austeridad, causa de alegría para quienes le rodeaban. Podemos decir que junto a su vida agreste era testimonio de una alegría que los demás querían conocer. Y su mensaje estaba claro: la felicidad que descubrís en mí viene de Cristo.

Juan no exigía a los demás que imitaran su vida, pero si que les administraba el bautismo de conversión. Sin ser salvador disponía para el encuentro con Cristo. Su lenguaje duro ejercía una gran influencia porque destruía la maldad que nos impide vivir con plenitud. De ahí que la gente acudiera masivamente a escucharle. Era un lenguaje fraguado en el amor incondicional a Cristo y centrado totalmente en la verdad. No admitía ambigüedades ni interpretaciones acomodaticias pero contenía una promesa: la de la salvación que Cristo nos trae. Por eso Juan, aún hoy, sigue llamándonos a disponernos con mayor entusiasmo y seriedad a una vida con Cristo.