Éx 3,13-20; Sal 104; Mt 11,28-30

El Señor dice su nombre a Moisés. Soy el que soy. Esto dirás a los israelitas: Yo-soy me envía a vosotros. Esto dirás: Yahvé (Él-es), Dios de vuestros padres, me envía a vosotros.

Nada sencillo de leer y menos aún de interpretar. Así en la vieja traducción griega de los Setenta, en cuyos pechos mamaron todos los escritores del NT pues era la Biblia de la diáspora, mejor, la Biblia común de una gran mayoría de los judíos dispersados por el mundo. Las traducciones del original hebreo son más complejas, más difíciles. En todo caso sí tienen que ver con el verbo ser que denota eso que hay, o, si queréis, dicho con palabra más reciente, eso que existe. Pero con un haber, si queréis, con una existencia, repleta de dinamicidad y de fuerza. Yahvé sería, pues, el que tiene la completud de lo que tiene haber, si queréis, de lo que tiene existencia. Quien sustenta todo haber, o, si queréis, toda existencia, pues nada se daría fuera de su propio haber, o, si queréis, de su propia existencia.

Ese nombre ha provocado muchas páginas de los filósofos. Pues el nombre de Dios tiene que ver con el Ser en su completud. Es receptáculo o fundamento donde se da todo ser. Todo ser por el hecho de su ir siendo, de su propio haber, tiene el ser de lo que es, su ser de lo que hay, en quien dice de sí mismo que es el Yo-soy. Siendo el suyo un ser en dinamicidad. Mas, es claro, este nombre que Dios se da a sí mismo no es una proposición primera y fundadora de un libro para filósofos. De cierto que debemos verla en su complejidad, en su obscuridad un tanto brumosa. Pero no puede comprenderse fuera de la zarza ardiendo que no se consume, que se hace encontradiza con Moisés en lo alto del monte Horeb, el monte de la revelación de Dios, ni alejarse de ese nombre largo que el mismo Dios se da a sí mismo: El Señor, Dios de vuestros padres, de Abrahán, de Isaac y de Jacob, se me ha aparecido y me ha dicho. Es el Dios que se hace notar en su ser como el Dios de los padres; que se hace presente y que tiene palabra. Palabra que sabemos creadora. Palabra que sabemos directora de los caminos de un pueblo. Palabra creadora de historia. Ese Dios, con ese nombre que se refiere a la elección y a la alianza, es el que habla y va a dirigir a su pueblo, por medio de Moisés, hasta la tierra prometida. Es el Señor Dios de los hebreos, pues así ha de denominarle cuando vaya a hablar con el Faraón.

Porque el nombre de Dios, que hemos visto en su tremenda dificultad, se refiere a un Señor que se acuerda eternamente de su Alianza. No es un Dios de olvidos, sino de memoria segura.

No es un Dios alejado de nosotros, pues en su zarza ardiendo que es el propio Jesús, podemos acercarnos a él los que estamos cansados y agobiados, porque él nos ha de aliviar. Podemos cargar con su yugo y aprender de él, que es manso y humilde de corazón.

El nombre de Dios no es un galimatías filosófico, por más que tenga sus complejidades obscuras, sino que tiene la armonía de una presencia en la zarza ardiente que nunca se consume, de una presencia en el propia haber de Jesús, el Hijo de Dios hecho carne entre nosotros.