La Transfiguración del Señor. Santos: Sixto, papa y mártir; Hormisdas, papa; Felicísimo, Agapito, diáconos y mártires; Jenaro, Magno, Vicente, Esteban, Quarto, mártires; Cremetes, Melasio, abades; Jordán, Justo, Pastor, mártires; Eusocio, Maurino, Estapino, obispos; Jacobo o Santiago, eremita. co, Venancio, Emigdio, obispos; Abel, Nona, confesores; Viátor, eremita.
Convencieron los de la tetrarquía a Diocleciano que los verdaderos enemigos a exterminar del Imperio eran los que se profesaban cristianos y que ya estaban por todas partes. Fueron capaces de convencerlo porque había datos que de ningún modo necesitaban probarse por su evidencia: los cristianos no daban culto a los dioses romanos, se mostraban ausentes en el circo y ponían auténtico reparo a verse en las termas; su matrimonio les dura para toda la vida y a los hijos concebidos no los exponen jamás a la muerte; comparten el pan y las casas, pero no la cama. Estas cosas podrían perdonárseles porque son honestas, pero realizan extrañas prácticas religiosas solo accesibles a los iniciados y, como no ceden en la adoración a los dioses dándoles incienso, y como adoran a un Cristo o Cresto y le quieren más que a su propia vida, son una fuerza potencial inmensa que puede volverse contra el Imperio si se lo propusieran. Son fanáticos que escapan a la influencia y autoridad del César y es precisa su destrucción. El César Galerio ha triunfado en su intento exterminador. Decretos y más decretos promulga Diocleciano que está representado por su gobernador o prefecto Daciano en el extremo occidental del Imperio. La persecución se ha desatado fuerte y cruel desde los Pirineos hacia el sur, dejando un rastro de sangre cristiana: Vicente, Eulalia, tantos y tantos. También los niños Justo y Pastor.
Prudencio, que en su Peristefhanon cantará la gloria de los mártires y de las ciudades que los poseyeron, incluye a los dos niños mártires entre los que forman su corona, afirmando que son la «gloria para Alcalá»; luego serán mencionados por Venancio Fortunato y estarán presentes con veneración en los Santorales y Calendarios visigóticos con san Isidoro en su obra De viris Illustribus y san Ildefonso que retoca, en apéndice, el diálogo entre los hermanos; también en la liturgia mozárabe aparecen sus nombres al celebrar las fiestas, y son cantados por la literatura posterior como en el soneto de Lope: «Dos corderos al cielo sacrifica, primicias ya de innumerables santos». Llegan con el tiempo a ser nombrados Justo y Pastor los Patronos de Alcalá y de toda la archidiócesis de Madrid.
Las actas son tardías, no auténticas y nada creíbles. Solo recogen la tradición oral de los hechos transmitidos a lo largo de las generaciones; un autor anónimo los pone por escrito adaptándolos a las necesidades de sus destinatarios o inventándolos para dar una buena catequesis presentándolos adornados con elementos estéticos más o menos plausibles.
Solo sabemos de Justo y Pastor que eran dos niños, como de siete y nueve años, y que murieron degollados por presentarse espontáneamente ante Daciano, manifestando su condición de discípulos de Cristo; sufrieron martirio los dos hermanos al ser degollados probablemente en las afueras de la ciudad llamada entonces Complutum y ahora Alcalá de Henares.
No quiso Asturio, el obispo de Toledo, dejar ya la ciudad complutense después del hallazgo de sus restos. Así llegó Complutum a ser sede episcopal y él su obispo primero. Allí mismo edificó en su honor la primera basílica.
Pronto se difundió su culto a toda la piel de toro cristiana e, incluso, más allá de los Pirineos; de hecho, el que en Barcelona se pusiera la diócesis recién erigida bajo su advocación, allá por el siglo IV, es un testimonio bien claro de cómo se comentó el suceso de la muerte de los intrépidos inocentes, de cuánto estimuló su ejemplo a ser leales a la fe y de dónde se sitúa el término o medida del amor a Jesucristo para no decir nunca «basta» a sus exigencias.