Santos: Alejandro el Carbonero, obispo y mártir, Patrono de los carboneros; Agilberta, Sergio, Esteban, confesores; Casiano, Herculano, Muredac, Eusebio, obispos; Aniceto, Fotino, Largión, Crescenciano, mártires; Euplo, diácono y mártir; Félix, Felicísimo, Gerardo, Hilaria, Juan, Gratiliano, Felicísima, Digna, Euprepia, Eunomia, Nimia, Juliana, Macario, Julián, mártires; Porcario, Segene, abades.

Cuando Alejandro vive la historia que va haciendo día a día con su vida corren tiempos de paz para la Iglesia. La tranquilidad del momento parece haber desterrado para siempre a la persecución; del amor a Jesucristo amasado en el riesgo, el miedo, la huida, el pánico a la denuncia y la decisión última de cambiar la vida presente por la eterna se va pasando paulatinamente y casi sin advertirlo a un período de baja tensión entre los cristianos, muchos de los cuales solo conocían a los mártires de oídas; entra pereza en bastantes y se comienzan a detectar corrientes que tienden a procurarse una manera de vivir en cristiano más cómoda, apoltronada y fácil. Se descuida el esfuerzo para asistir a las vigilias nocturnas al tiempo que aumenta el lujo y la preocupación por los bienes terrenos.

En Asia Menor se ha hecho el cristianismo la religión preponderante. En las regiones próximas a las riberas del mar Negro, la nueva doctrina se propaga como un incendio; Frigia y Bitinia están completamente evangelizadas; la provincia del Ponto, desde siempre refractaria al Evangelio, la abraza repentinamente con un ardor sin antecedentes por la labor del misionero y taumaturgo Gregorio, discípulo de Orígenes, obispo de Neocesarea, que solo encontró en la ciudad a diecisiete cristianos, cuando llegó a principios del siglo. Con esfuerzo pudo alzar una iglesia en el centro de núcleo urbano y logró en no mucho tiempo un número tan elevado de conversiones que pronto comenzaran a menguar los sacrificios y luego fueran las mismas gentes las que acabaran destruyendo las imágenes de los ídolos. Ahora ha subido su fama de santo y sabio como la espuma y vienen de las ciudades próximas a pedir consejo en la forma de organizar las iglesias.

Eso fue lo que pasó con Comana. Muerto su pastor, necesitan reponer obispo y quieren que presida Gregorio y sea él quien imponga las manos al elegido. Eran los modos usuales en aquellos momentos; presentados los candidatos por el clero local y por los fieles, se procedía a la elección y los obispos presentes lo consagraban como obispo. Parece que no dio entonces mal resultado el método porque el mismísimo emperador Septimio Severo llegó a proponer nombrar a los gobernadores romanos al estilo de los cristianos con sus obispos, interrogando la opinión pública.

En Comana, alguien propone a un sabio letrado como candidato, otra facción señala al penitente austero, un grupo da el nombre de un rico propietario. Ante la falta de acuerdo en señalar a un líder que pueda ser consagrado como pastor de todos, el obispo Gregorio dirige la palabra a los cristianos reunidos recordándoles que los Apóstoles no fueron ricos, ni sabios, ni poderosos, pero tuvieron tanto amor al Señor que sufrieron y murieron por Él; les anima a que tuvieran en cuenta lo importante y necesario, dando de lado a otros criterios y les pide que se pongan de acuerdo en elegir a un hombre caritativo, fervoroso, trabajador, honrado y de limpias costumbres. Entre la muchedumbre se oyó una voz clara, aunque insegura o más bien tímida: «Alejandro, el Carbonero». A continuación se oyeron risas, carcajadas y comentarios. Gregorio lo manda traer y al rato aparece un hombre de rudo aspecto, alto, vestido con ropas de pueblo, tiene callosas las manos, las cejas pobladas y el pelo revuelto. Se hace un profundo silencio. El Taumaturgo ha fijado en él la mirada y a aquella multitud expectante les dice: «Ahí tenéis a vuestro obispo Alejandro». Primero estupefactos, luego protestones y finalmente gritan con burlas a la decisión del obispo. Tiene que calmar a las turbas y ponerles al corriente de lo que ha pasado en poco tiempo: ha visto en los ojos del carbonero su vida, fue en otro tiempo adinerado y amigo de gastar en juergas el dinero, tuvo la gracia de la conversión, hizo penitencia, estudió las enseñanzas de los Apóstoles y decidió pasados los años volver con su pueblo sin que nadie conociese su identidad para vivir honradamente y haciendo buenas obras para reparar algo el mal ejemplo que dio. «Ahora, ahí lo tenéis y tomadlo como obispo».

Y bien que supo serlo: grave y paternal, consuelo de pobres, alivio de enfermos, apoyo de vacilantes y fuerza para el fervoroso; elocuente y sencillo, más tosco que elegante, pero claro y sereno al reprimir los vicios.

Cuando llegó la persecución de Decio, se reavivó en Comana la antigua exigencia cristiana. Y mientras Gregorio tuvo que huir con los suyos a esconderse en los desiertos porque no se fiaba de sus ovejas –bien las conocía y las sabía faltas de raíces profundas– tan fácilmente convertidas y bautizadas, su amigo y vecino Alejandro el Carbonero daba su vida heroicamente por Jesucristo en un ejercicio de sublime renunciamiento.