Como sabemos ni Moisés ni Aarón pudieron entrar en la Tierra Prometida junto con el pueblo de Israel. Josué fue el encargado de guiar a los israelitas en la conquista del territorio que el Señor les entregaba. Estos días, en la primera lectura, leemos lo que se conoce como “asamblea de Siquem”. En ella Josué reúne a los israelitas para preguntarles si quieren ser fieles a Dios como hasta entonces. Se trata de una ratificación de la Alianza. Una de las cosas que sorprende es la insistencia de Josué. Les dice por, ejemplo: “No podréis servir al Señor, porque es un Dios santo, un Dios celoso”, y les desanima diciendo que si no son fieles serán castigados. Pero el pueblo insiste en querer ratificar el pacto con Dios. Y finalmente señala Josué una piedra diciendo: “será testigo contra vosotros, porque ha oído todo lo que el Señor nos ha dicho”.

Josué ha insistido a los israelitas, antes de que estos den el paso, para que sean conscientes de la importancia de su decisión. No se trata de improvisar, ni de dejarse llevar por un emotivismo pasajero, sino de tomar una decisión firme y convencida. De esa manera, contrapesando las dificultades, uno ya sabe a qué atenerse. Podemos pensar que a los israelitas no les quedaba otra opción. De hecho, no ratificar la Alianza supondría negar su historia y todo lo que Dios había hecho por ellos en el pasado. Sin embargo, ni Dios ni Josué, quieren que el pueblo actúa sin pensar.

En la vida de la Iglesia sucede lo mismo. Antes de tomar una decisión que comprometa la vida (matrimonio, vida religiosa, sacerdocio…) se nos pide que reflexionemos a fondo. Se trata de conocer dos cosas: lo que Dios quiere de nosotros y la manera en que estamos dispuestos a cumplir su voluntad. Por eso existen los noviciados y los años de seminario y también la institución del noviazgo. Se trata de vivir seriamente esos momentos de la vida para que la decisión de nuestra voluntad sea verdadera.

Por otra parte, en el evangelio, aparece ese encuentro de Jesús con los niños. Una de las características de los niños es la inocencia. Un niño elige movido por la ilusión y es capaz de darlo todo. Son muchos los niños que, a lo largo de la historia, se han sentido atraídos por Cristo. Su ilusión inicial después se ha ido confirmando con un mayor conocimiento. Pero no han caído en la trampa de anteponer el juicio humano, la falsa prudencia que san Pablo denomina de la carne. Al contrario, han mantenido la inocencia del principio y, conscientes cada vez más de las exigencias que el seguimiento de Cristo impone, han ratificado su elección.

Jesús dice que de los que son como niños “es el reino de los cielos”. Porque los niños no juegan a falsear la realidad ni tampoco intentan tergiversarla según sus intereses. Por el contrario buscan siempre descubrirla en su mayor grandeza y se emocionan ante ella. La seriedad en nuestras elecciones no va reñida con esa inocencia que nos muestra el evangelio. Nuestro mundo necesita de cristianos adultos serios que permitan acercarse a los más pequeños, desde su infancia, al misterio de Cristo.

Que la Virgen María nos ayude a ser fieles a nuestra vocación y que, desde ella, sepamos acercar a otros al amor de Dios.