Jueces 9,6-15; Sal 20; Mt 20,1,16

Parece que la lectura del libro de los Jueces y la parábola de los jornaleros de la viña son antitéticas. Por un lado, buscan un rey, pero nadie quiere, excepto la zarza: venid a cobijaros bajo mi sombra. Por otro lado, los últimos, jornaleros que han llegado a la viña a la caída de la tarde, reciben igual que los que estuvieron en ella desde el amanecer: es una injusticia pagarles lo mismo cuando no han sudado el calor del día. En la oración sobre las ofrendas pedimos al Señor que acepte nuestros dones, en los que se realiza un admirable intercambio, para que al ofrecerte lo que tú nos diste, merezcamos recibirte a ti mismo.

Somos zarza. Somos trabajadores de la última hora. ¿No lo veíamos ayer? Es la palabra del Señor: Sígueme, la que logra en nosotros un admirable intercambio. Ya no somos del dinero, ni de nuestros propios intereses. Somos del Señor. Ay, ¿seré capaz?, ¿tendré las fuerzas imponentes que se necesitan para seguirte, y no solo unos pasos, sino toda la vida?, ¿lo lograré? Los jóvenes reunidos en Madrid en espera de la venida del papa Benedicto, se hacen estas preguntas. ¿No será todo la explosión ingenua de un instante, apoyada por el número admirable de los que me rodean? Porque seguirte, Señor, será una cosa solo mía. Será mi persona la que te siga. Mi propia individualidad. No mi raza, sino yo, yo mismo. Soy yo el que busca seguirte, porque he oído tu llamada. Llamada personal a mí mismo. No ha sido una voz genérica, sino que por mis oídos entró en lo profundo de mi corazón. Da todo lo que tienes a los pobres, tu persona y tu tiempo, y ven y sígueme. ¿Seré la zarza que pide ser rey? Más bien, seré el jornalero de última hora, pues hasta el presente no había escuchado tu voz, Señor. Sí, es verdad, barruntos de algo sí que había, pues he venido, quizá empujado por las masas de jóvenes que acuden, por la emoción de encontrarme en consonancia con tantos, en vez de vivir mi fe, o lo que sea, que no estoy muy seguro, en el aislamiento de mi corazón, como algo pequeño e inseguro que anida en mí. Pero, ahora, Señor, escucho tu voz que me llama. Se ha producido con esta celebración un admirable intercambio. Así acontece en la eucaristía, mas también ha acontecido en mi corazón, y resulta que te recibo a ti mismo en el hondón de lo que soy. A manera de carne eucarística en primer lugar, mas también como palabra que pone patas arriba mi carne. Me has pedido permiso, si es que lo quiero así, para posesionarme de mi vida y seguirte. Para siempre. No un poquito, unos pasitos tras de ti. Sino torcer mi vida de una manera asombrosa, para hacerme todo tuyo: Sígueme.

Tú, Señor, serás mi rey. Tú, Señor, serás el dueño de la viña que me dará tu salario cuando llegue el final del día. Un salario al que, es verdad, apenas si tengo derecho, pero que tú me vas a donar a manos llenas. Porque el seguirte ha sido un don que tú me has ofrecido. El don de la fe. El don de la esperanza. El don de la caridad. Don de Amor que procede del Padre y es para nosotros, para mí, siendo tú, Señor Jesús, el donador, el mediador de ese don. Porque el Sígueme, en mi pequeñez frágil y pecadora, procede del Padre y vuelve a él.