1Tes 4,9-11; Sal 97; Mt 25,14-20

¿No es esto, finalmente, el destilado último de la vida cristiana? El amar no depende de las muchas cualidades que uno tenga, sino que es una acción de Dios en nosotros. No soy yo el que busco y quiero amar a los otros, como si todo estuviera en mi propia voluntad: amo porque quiero, me da la gana de hacerlo. Bueno, ese amor termina muy pronto, en cuanto llega la más pequeña desazón se termina, se convierte en desprecio, incluso en odio; en cuando me acontecen no sé qué cosas extrañas que me retuercen los ojos y el corazón, guardando el menosprecio y el odio durante años y años. ¿Estás enfermo?, pues bien, entérate, no iré a visitarte. ¿Necesito de tu ayuda?, no te hagas ilusiones, nunca lo haré. ¿Necesito de tu ternura y tu consuelo?, nunca lo tendrás. ¿Necesito que me visites?, ni una sola vez en años y años, ni siquiera una llamada por Navidades. Pero ¿no somos hermanos? Más bien lo éramos, pues ese vínculo de carne que nos ha unido desde el nacimiento lo he roto, para que te enteres.

El amor que no pasa por Dios, que no procede de él, ¿es amor?, ¿dura por siempre?, ¿vence todas las dificultades?, ¿toma en su mano las miserias del hermano? O, por el contario, a la menor incidencia se termina en silencio, en desprecio, incluso en odio.

El amor, el tuyo y el mío, el amor con que nos amamos quienes participamos en las campas de Cuatro Vientos, quienes hacemos de la vida una Comunión, quienes la vivimos en la Iglesia, solo es factible, únicamente es realidad, ser de nuestra carne, si es amor del Espíritu Santo en nosotros, que procede del Padre y nos viene por la mediación de Cristo Jesús. Ese es el amor que dura por siempre. Porque Dios es amor.

Amor eucarístico. Pues el amor de Dios no llega por arte de birlibirloque a nuestro espíritu, a las gaseosidades intelectuales e ideológicas de nuestra vida, como surgiendo de nosotros mismos a la manera en que sale vapor de una caldera hirviente. Es amor de carne: sangre y agua que salen del costado de Cristo muerto en la cruz. Es amor que procede del Padre, porque él es la fuente, y se dona para nosotros en el Hijo, enviado en misión de amor, es decir, de cruz y de resurrección, de modo que el Espíritu haga de nuestra carne su templo. El amor, así, siempre es acto de divinización. Todo amor lo es. Aunque de primeras parezca nada tener que ver con Dios. Porque él es la fuente del amor; de él procede todo amor. Y todo significa eso: todo.

El Señor ha hecho maravillas en nuestra vida. Hemos dado ese vaso de agua a quien lo necesitaba, y de pronto el Señor nos enseña cómo se lo dimos a él. Pero, Señor, ¿eras tú, si yo creía que era aquel pobre menesteroso? Bienaventurados los pobres y necesitados y que lloran y los pacíficos y enfermos y murientes, y todos aquellos pequeños que esperan de nuestros cariño y ternura, ayuda y atención. Pero ¿cómo?, ¿eras tú?, si yo pensaba que era Andrés o María Jesús o el muerto de hambre de Somalia o quien ha perdido su trabajo o la portera o la viejecita que me sonríe diciéndome gracias cuando le abro la puerta del ascensor y le cedo el paso. Sí, era yo, en su carne divinizada estaba mi carne.

Y tú, sígueme.