Escuchamos hoy en el evangelio el relato de un encuentro de Cristo, en este caso con un centurión romano. Dicho encuentro viene precedido por una delegación de ancianos que interceden por él ante el Señor. Estos argumentan ante el Señor: “merece que se lo concedas,…”. Pero, lo sorprendente es que el centurión no pide nada para sí mismo, sino para un criado, al que “estimaba mucho”. Nos encontramos ante una cadena de favores y en cada eslabón se pone de manifiesto el afecto. Hay como una unión en el amor. El centurión quiere a su criado. Los ancianos aprecian al centurión quien, a su vez, siente afecto por el pueblo judío. Hay un verdadero amor humano que mueve a cada uno de ellos a buscar el bien del otro. Y, ese amor acaba conduciendo a Cristo.

Todo afecto auténtico de nuestro corazón remite, en última instancia, al Señor. Porque cuando deseamos el bien de otra persona, su bien integral, descubrimos que hay un punto en que nosotros no podemos hacer más. La felicidad de nuestro prójimo no está totalmente en nuestras manos, sino que viene de lo alto: ha de ser concedida por Dios y recibida por nuestra libertad.

Si nos fijamos en las palabras del centurión “yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes…”, se nos muestra otra cosa. Sólo puede mandar quien obedece. Sólo9 tiene dominio sobre sí mismo quien reconoce que no se ha dado la existencia a sí mismo sino que esta le ha sido regalada. Sólo quien es consciente de los límites de su poder es capaz de reconocer la autoridad mayor de otro y abrirse al favor de otro. Así lo muestra el evangelio.

De las palabras del centurión se sigue que es consciente de sus límites. Y ante la enfermedad mortal de su criado reconoce que él ya no puede hacer nada más. Le queda pedir. La súplica es siempre un reconocimiento de la propia indigencia y la confesión de que hay alguien que puede hacer algo. El centurión es consciente del límite de su poder y de que éste no es la medida de la realidad. Existe Alguien para quien no hay límite y con el que puede vincularse mediante la fe. Su petición es una afirmación de esa fe. Jesús lo alaba por ello. De alguna manera por la fe se nos abre un horizonte más grande. A él no tenemos derecho, como dice el centurión: “no soy yo quién para que entres bajo mi techo”. El hombre tiene una medida, que al final siempre queda pequeña. Dios la quiere engrandecer hasta el infinito y ello siempre se nos confiere como un don. El centurión sabe que no puede poner a Cristo bajo su poder, aunque sabemos que otros oficiales romanos sí que abusaban de su condición ante los judíos y los obligaban a algunas tareas. Es consciente de que no puede reducir a Dios sino que tiene que abrirse a la gracia. Todo su poder se vuelve pequeño ante la presencia de Cristo: “tampoco me creí digno de venir personalmente”.

Por intercesión de la Virgen pidamos que se nos conceda tener una fe como la del centurión para que toda nuestra vida pueda ser transfigurada por la gracia de Cristo.