Benedicto XVI se ha referido en diferentes ocasiones a los santos como el rostro de Cristo para los hombres de su época. Así es la pedagogía divina. A los que salva los hace partícipes de su misión en el mundo. Es muy congruente con su manera de salvarnos: lo hace comunicándonos su propia vida (la gracia). Así, el bien que hemos recibido, está llamado a difundirse.

Cuando se dice que todo bautizado participa de la misión de la Iglesia se señala este punto. En cuanto incorporado a Cristo y partícipe de su vida, colabora en la obra salvadora del Señor. Hoy en el evangelio aparece la imagen de la luz. Cristo dice de sí mismo que es la luz del mundo. Es lo es en sentido propio. No es una luz cualquiera sino la única que puede esclarecer la oscuridad que nos envuelve. Es la única luz capaz de alumbrar el interior del hombre.

La imagen del candil apunta a que Él nos hace partícipes de esa luz: nos da algo de sí mismo. Pero el candil sólo tiene sentido en tanto que ilumina. Taparlo con una vasija o esconderlo bajo la cama es lo mismo que negar al candil su sentido. Lo mismo pasa con nuestra vida. Si hemos recibido el don de Dios es para vivir según él. Sólo el que lo hace de esa manera posee verdaderamente algo. Un candil escondido no ilumina, aun cuando tenga toda la potencia para hacerlo. Su luz, sin embargo, no se difunde hacia ningún sitio ni aclara ningún rincón. Una vida espiritual que se cierre sobre sí misma (en un aparente sosiego o paz interior al precio de despreocuparse de los demás), no es verdadera vida interior. De ahí que si alguien cree que tiene un día descubrirá que su posesión era imaginaria.

El don de Dios arrastra a entregarnos. El Dios que se nos da, nos transforma de tal manera que nos mueve a darnos impelidos por Él. Su amor arrastra nuestro amor purificándolo y haciéndolo más grande. Porque todo bien procedente de Dios está destinado a proclamar su gloria.

La primera lectura planeta algo semejante. Nos encontramos a la vuelta del destierro cuando hay que reconstruir el templo de Jerusalén. Los israelitas han pasado largos años lejos de su hogar y, cuando regresan a Jerusalén, quieren volver a ofrecer sacrificios a Dios. Para ello han de reconstruir el templo que había sido destruido. Dice el texto: “los que se sintieron movidos por Dios (…) se pusieron en marcha y subieron a reedificar el templo de Jerusalén”. Aquella construcción material, a la que se contribuye con diversos materiales para hacerla digna, es imagen de la edificación espiritual de la Iglesia. A ella contribuimos sobre todo con nuestra santidad: oración, sacrificios, obras de caridad, abnegación, espíritu apostólico… Cuando se vive para la Iglesia, buscando su crecimiento en bien de la salvación de los hombres, muchos otros contribuyen aportando sus ofrendas voluntarias, como sucedió en tiempos de Esdras. Así, quien busca el Reino de Dios, ilumina a los que están a su alrededor y los mueve a hacer obras buenas.

Que la Virgen María nos ayude para que todos los dones que hemos recibido de Dios sepamos emplearlos en su servicio.