Ez 16,25-28; Sal 24; Fil 2,1-11; Mt 21,28-32

Sígueme.

Ve. No quiero, dijo uno. Pero después recapacitó y fue. Voy, dijo el otro. Pero no fue. El Señor te llamó, quizá. Te llama a lo que diseñó para ti desde toda la fuerza de su ser. Ven, te dijo. Sigue la llamada de Jesús, mi Hijo, en quien he puesto todas mis complacencias. Mas, horror, una vez que te llamó, no estuvo azuzándote a ver si efectivamente le seguías. Vigilando tus caminares. Lo dejó a tu libertad. Eres tú quien debe seguirle. Ah, pero ¿con qué fuerzas? Porque ahora ya lo sabes muy bien: son tantas las cosas que nos estorban, que quieren hacerse con nosotros, que buscan otros caminos para nosotros, tan distintos de los que tú nos enseñas para que te sigamos, que no parece posible. En el primer momento, con el calentón, sí. Pero, luego, va pasando el tiempo, y parece que todo se queda en el empujón de tu propia voluntad. Por eso, dije voy, pero en el paso del tiempo me encuentro con que no me apetece, que no quiero, que ya está bien de monsergas. Y no voy. No es que lo haga por una decisión consciente y libérrima, sino que se me va yendo de las manos. Comienza a estar tan lejano el primer momento de la llamada que sentí en mi corazón, que todo acaba por aparecer como un espejismo. ¿Era el Señor quien me llamaba? ¿No fue fruto del momento en que en la turbamulta creí escuchar aquella voz? Mas ¿era verdad?, ¿no se trataba, más bien, del pálpito de una exhalación de calor?

Los publicaos y las prostitutas le creyeron, dice Jesús en el evangelio de hoy, pero nosotros, tú y yo, ¿no le creeremos?, ¿no recapacitaremos?, ¿no le seguiremos? Sí, sí, las cosas grosso modo, claro que sí, pero esa llamada personal de ti a mí, esa voz que desde siempre —un siempre que, quizá, comenzó en el instante en que tu voz, la voz de tu llamada, tan personal, me alcanzó— se dirigía a mí, a quien yo soy, a la carne que me constituye en el ser, no, eso no. Oí la voz general, generalista, que tan fácilmente se va a convertir, solo falta un poco de tiempo, en llamada a la moralina, a un cierto comportamiento de moralidades vacías, pero nada íntimamente  personal, nada de tu boca a mi oído.

Los publicaos y las prostitutas le creyeron, pero nosotros, tantos de nosotros, no le creímos. Mejor, ahora nos damos cuenta de que fue un seguimiento por un tiempo. ¡Ya vale! Nada de exigencias de por vida. Nada de actos de un supuesto heroísmo —¡ved cómo estamos enmarcados en una rosácea y repugnante moralina!—; nada de un para siempre, de un ser distintos de la media, de caminar por senderos inverosímiles por los que nadie puede andar si no es en la pura confusión; en el ir por engaños que nos quieren apartar de un ser razonable y similar al de todos, al de todos los que nos dominan. ¿Mártires? Pero ¿qué dices? Igualados por el rasero de lo que son todos, pues es ahí donde debemos vivir nuestro cristianismo, sin sobrepasarnos en vanos y falsos actos de heroísmo que han de durar apenas un momento.

Y actuando como un hombre cualquiera, a pesar de su condición divina, se rebajó hasta someterse a la muerte y una muerte de cruz. El sígueme nos invita a esta acción.