Is 5,1-7; Sal 79; Flp 4,6-9; Mt 21,33-43

Decíamos ser sus seguidores, pertenecer y vivir en el reino, mas ¿no nos acontece lo mismo que a tantos antes de nosotros? Viña en fértil collado, entrecavada, descantada y en la que se plantaron buenas cepas, con atalaya y lagar apropiado. Quien así lo hizo, quien a su seguimiento nos llamó, quien te dijo aquella palabra misteriosa: Sígueme, llena de profundos significados, en un mirarnos cara a cara, carne a carne, se encuentra ahora con que das agrazones. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué nos alejamos del Señor?, ¿te alejas de él? ¿Era esa mirada algo virtual, un mero espejismo, y ahora has vuelto a las cebollas y tajadas de carne de la servidumbre en Egipto? ¿Tendrá que derribar la cerca para que te saqueen los viandantes y te coman las alimañas?

Porque aquel mirarnos cara a cara no era efecto de algún labrador de la viña ni de ningún criado del señor. Era el hijo, el heredero. Era la mirada del mismo Jesús. ¿Casi mirada suplicante? ¿Cómo es posible que el Señor haya dejado tanto en nuestras manos, a nuestra pura libertad?, ¿que tanto penda de nosotros, aunque lo estraguemos todo, aunque dejemos perder la viña, aunque esta no dé ya fruto alguno? Pero las cosas van mucho más allá, nos hace ver la parábola de los viñadores. Porque quisimos que esa mirada fuera nuestra y para nosotros, ¿quién es ese que tiene la pretensión de que su mirada nos haga seguirle? Impostor, a muerte con él. Matémosle, pues él es el heredero, quien se apropia de nuestra mirada y nos impide ser nosotros mismos. Desechemos esa piedra que quería hacerse con nuestra vida. Fuera, fuera, crucifícalo.

Son muchas las veces en que en el AT Dios mira harto a su pueblo, a quien él conducía. No hay nada que hacer con ellos. Daremos la promesa a un pueblo distinto que no tenga tan dura cerviz. A vosotros, en cambio, se os quitará el Reino de los cielos. Jesús lo repite en la conclusión de esta parábola de hoy. ¿No hay nada que hacer?, ¿habremos perdido para siempre el seguimiento que comenzamos con su llamada?

Presentemos nuestras súplicas a Dios. Ahí es donde tendremos nuestra curación. Porque todavía hay una posibilidad, atender al grito que el Espíritu canta con nuestras mismas voces en nuestro corazón: Abba, Padre. Vayamos a la montaña para orar toda la noche, como Jesús, pidiendo al Padre que no nos abandone de manera que su paz, que sobrepasa todo juicio, custodie nuestros corazones y nuestro pensamiento en Cristo Jesús. No todo, pues, lo tienes perdido. Porque el Señor nos asistirá siempre, por encima de nuestras infidelidades y muertes. Nos echará una vestidura blanca que cubrirá nuestra carne para sanarla. La vestidura de la gracia y de la misericordia. Porque tú, Señor, como reza la oración colecta, desbordas los méritos nuestros y los deseos de quienes te suplicamos. Así, derramará sobre nosotros su misericordia, de modo que libere nuestra conciencia de toda inquietud, y nos conceda aun aquello que no nos atrevemos a pedir. Porque todo depende de él, por más que, como los racimos de uva, penda de nosotros. Los santos misterios que celebramos en la eucaristía, oblación que tú, Señor, has instituido, nos sirvan para darte gracias y nos santifiquen, ya que tú mismo nos has redimido. Porque, finalmente, es él, clavado en la cruz, quien nos ha de sostener sin desmayo.

Nunca te he de abandonar, por eso, tú, sígueme.