Joel 1,13-15, 2,1-2; Sal 9; Lc 11,15-26

Luchamos contra demonios y hacemos que los espíritus inmundos abandonen a ese de cuyo interior se habían apropiado. ¿No serán meras imaginaciones hablar de demonios? Puede que no, somos testigos de cómo los pueblos se han hundido en la fosa que hicieron, su pie quedó prendido en la red que escondieron, como reza el salmo. Somos testigos de ello, ¿no lo estamos viendo cada día delante de nuestros ojos? ¿Qué nos queda? Escapar llenos de espanto ante el Señor cuando nos pone delante lo que hemos de predicar. Luto. Duelo. Lloros. Dormir sobre ceniza. Proclamar el ayuno. Exhortar para que los ancianos y todos los habitantes de esa tierra clamen al Señor su perdón.

Jonás tomó en serio el encargo del Señor, y allá que se fue a predicar en la enorme ciudad sin remedio, que creía condenada por el Señor de manera dura e inexorable. Ganas tienes tú, llamado por el Señor al seguimiento de su palabra y de su juicio, de hacer lo mismo. Predicar el abandono y la destrucción. Ya está bien, esta vez el Señor se deshará de ellos, porque los ha juzgado ahora desde el trono de su condena torrencial. Crees que seguir a Jesús es condenar a quienes tienen un comportamiento como el de los habitantes de Nínive, y haber recibido ya el adelanto de esta condena en tu predicación de la conversión.

Uf, qué equivocado estas, como Jonás, quien cuando se le convierten los habitantes de la gran ciudad, para pasmo suyo, se queda sin voz. No entiende. ¿Cómo?, ¿no hay condena? ¿El Señor perdona? ¿Será posible?, ¿ya sabe lo que hace? No creíste que el trato del Señor con los demás sería idéntico al que tuvo contigo: salvación, perdón, justificación, gracia, misericordia y paz. Pensaste que tú sí, pero ellos no. Tú te lo merecías porque eras seguidor del Señor, pero ellos no, pues no lo eran. Pero, así, les negaste por tu propio poder el que también ellos se convirtieran a Jesucristo, como tú, y se hicieran sus seguidores. Fuiste pájaro de mal agüero que esperabas la condena y muerte de los que no eran como tú creías que tú mismo eras. Olvidaste el papel redentor de la sangre y del agua que salieron del costado de Cristo clavado y muerto en la cruz. Quisiste apropiarte de esa sangre y de esa agua. Ser tú su dispensador. Por eso, cuando viste que el Señor perdonaba a quienes tú pensabas que debía condenar, te enfadaste hasta el resquemor más profundo y te sentaste debajo del ricino, como Jonás, para llorar tu decepción y refugiarte del increíble ardor. Pero Dios, como a Jonás, con supremo cariño, mandó a un gusano que se comiera el ricino y te quedaras a pleno sol. Que aprendieras del perdón del Señor para ti y para aquellos a los que tú predicabas la conversión.

Lee con cuidado la historia maravillosa de Jonás. Su canguelo que le llevó a escapar. Su predicación ardiente de que llega la cólera del Señor. Su incomprensión ante la conversión de los ninivitas y el perdón del Señor. La historia del ricino.

Ya ves, son muchas y muy sutiles las posibilidades que tenemos de pensar que somos los dispensadores del seguimiento, que el sígueme era una voz para dejar las cosas en nuestras manos, olvidando que el perdón viene de Dios.

Por eso, te dice el Señor, tú, sígueme en el camino de perdón, de misericordia y de paz.