Santos: Juan Leonardi, presbítero; Dionisio, Rústico, Eleuterio y Domnino, Inocencio de la Inmaculada, Cirilo Beltrán y mártires de Turón, mártires; Dionisio Areopagita, Arnoaldo, Gisleno, Lamberto, Valerio, Demetrio, Nidgar, obispos; Diosdado, Andrónico, abades; Luis Beltrán, Pedro el Gálata, confesores; Atanasia, Publia, abadesas; Abrahán y Lot, patriarcas; Teodofrido, Sabino, monjes.

Nació en Lugo, concretamente en Santa Cecilia del Valle del Oro, que pertenecía a Mondoñedo, el 10 de marzo de 1887. Se llamó Manuel Canoura Arnau.

Mientras fue niño y adolescente se le conoció como un muchacho más del contorno que ayudaba a la familia en las tareas del campo. A los quince años conoció a los Pasionistas que predicaban una misión en el pueblo gallego; y se le abrió el corazón; normal, es la hora de las generosidades; quiso ser un misionero más. Se le vio ya sacerdote en Oviedo en 1913 encargado de contribuir a la formación filosófica y teológica de los jóvenes pasionistas y pronto, alternando esta actividad con la predicación de ejercicios espirituales a los que con frecuencia le invitaron por la sencillez con que hablaba a la mente y al corazón.

No hizo nada importante que llamara la atención en su ambiente. Todo fue normal en él. Pasó por los conventos pasionistas de Deusto, Santander, Peñafiel, Corella, Daimiel y Mieres sin que dejara ninguna nota distintiva que no tuvieran los demás religiosos: un hombre de Dios sencillo, humilde, dispuesto a servir, con profundo conocimiento y amor a Jesucristo, y un afán constante de superación y trabajo apostólico. En fin, lo que se espera de un sacerdote y de un pasionista.

Lo destinaron a Mieres a comienzos del mes de septiembre de 1934 y el día de su martirio fue el día 9 de octubre de ese año. Fue canonizado por Juan Pablo II el día 21 de noviembre de 1999; el mismo papa lo había beatificado el 29 de abril de 1990. En ambas ocasiones, entraron en el grupo de los mártires de Turón.

Murió en la breve revolución de Asturias del año 1934, que dejó tras de sí una estela de amargura, odios, injusticias y muertes de mártires, como preludio de lo que había de ser más tarde la espantosa persecución religiosa española antes y durante la terrible guerra civil en los últimos años de la década de los treinta.

Se encontraba en Turón, pequeña localidad asturiana. Iba a confesar a los chicos del colegio de los Hermanos de la Salle, y a celebrar la Misa del primer viernes de mes. Fue detenido junto con los Hermanos por ser educadores de la fe. Los metieron en la casa del pueblo hasta esperar la decisión del Comité Revolucionario. Intuyeron lo peor y se prepararon concienzudamente para el acontecimiento próximo que se les avecinaba, recurriendo en la prisión a la oración, al sacramento de la Penitencia, al apoyo mutuo para aceptar voluntariamente los planes de Dios, dando el perdón a sus asesinos. Afrontaron su trágico destino con resolución salida de la fe. Por cierto, viendo lo que veían, algunos de los otros presos recurrieron también al sacramento del perdón.

Los sacaron de la cárcel en grupo, por la noche, a la una de la madrugada del día 9 de octubre, separándolos del resto de los detenidos. Poco tardaron, ocho o diez minutos, para trasladarlos al cementerio; ante una fosa de unos nueve metros les dispararon dos cargas de fusilería cuando el jefe dio la orden; después los fueron rematando con tiro de pistola. No pudieron encontrar entre las gentes de Turón a nadie que estuviera dispuesto a apretar al gatillo, por más que allí hubiera personas que comulgaban con las ideas revolucionarias; se vieron forzados a buscar asesinos en otros sitios para tamaña barbaridad pensada y decidida por tanto odio a la fe.

No hubo protestas en el grupo de los condenados, sí serenidad y firmeza. «Me pareció que por el camino, y cuando estaban esperando en la huerta, rezaban en voz baja», relatará el jefe de los asesinos en la cárcel de Mieres, cuando se le detuvo y prestó declaración.

No hacían falta más cosas importantes que llamaran la atención por su grandeza. La fidelidad al Evangelio, aun a costa de la propia vida, es lo único que se espera de un verdadero sacerdote. Los Pasionistas agradecen a Dios el don del Padre Inocencio, primer santo mártir de la Congregación.

Un último dato digno de tener en cuenta, la evangelización verdadera no entiende de desuniones ni particularismos; las almas son solo de Dios, y tanto los Hermanos de la Salle como Inocencio, el padre Pasionista, trabajaban con la juventud asturiana para el mismo Amo, cuando cada uno desde su oficio los encaminaban a Dios.