Hace unos pocos años se quemó el piso enfrente del mío. En mitad de la noche empezó a sonar la alarma anti-incendios (que por cierto, sonaba bastante bajita), y me desperté. Olía ligeramente a algo quemado, pero en mi apartamento nada estaba ardiendo. me asomé a la escalera y había una leve neblina, y el olor a quemado bastante más fuerte. salieron también los vecinos de otras puertas y cuando abrieron la de enfrente un muro de humo denso los seguía…, se había quemado una lavadora. Fuimos avisando a todos los vecinos. Es impresionante la velocidad la que la gente sale de su casa a la voz de ¡fuego!. Luego ocurrió lo normal: cuatro horas en la calle, los bomberos y cinco meses oliendo a humo. El grito de ¡fuego! y como uno no quiere quemarse no le importa, en un primer momento, dejar atrás todos sus bienes.
“He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!” El Señor también nos da la voz de ¡fuego!, pero no le hacemos demasiado caso. La alarma ha sonado. Cada vez que el pecado nos deja tristes, desorientados, sin fuerza para afrontar los retos de la vida, incapaces de salir de nosotros mismos…, es que la alarma ha empezado a sonar. Tal vez muy en bajo, tapada por los ruidos y las prisas de la vida. Pero tenemos que ponernos alerta. Porque en este caso, el de Cristo, el fuego purifica, sana, quita los estorbos y da la vida. Cristo ha venido ha traer fuego y no hay que huir de él, sino acercarse como el que está aterido de frío- Pero en ocasiones no nos da la gana, parece que vamos a perder “lo nuestro” por acercarnos a Cristo, sin caer en la cuenta que lo que realmente nos hace perder es el pecado, que nos deja fríos. “Cuando erais esclavos del pecado, la justicia no os gobernaba. ¿Qué frutos dabais entonces? Frutos de los que ahora os avergonzáis, porque acaban en la muerte. Ahora, en cambio, emancipados del pecado y hechos esclavos de Dios, producís frutos que llevan a la santidad y acaban en vida eterna. Porque el pecado paga con muerte, mientras que Dios regala vida eterna por medio de Cristo Jesús, Señor nuestro.”
Ese “guardarnos para nosotros mismos” puede llevar a la división, que no es consecuencia de seguir a Cristo, sino del pecado. El pecado divide y cuando se enfrenta con la virtud, mucho más. Lo vemos en los ataques furibundos a la Iglesia, cuantas veces no son razonados sino viscerales. Les revuelven las tripas el que haya personas que quieren vivir en gracia -a pesar de su debilidad-, y que encima lo consiguen. Por eso la división no tiene que escandalizarnos, tiene que llevarnos a curar, a sanar, a evangelizar. La persecución siempre ha sido un acicate para la Iglesia, en vez de achantarse o encerrarse en su agujero se lanza a la calle con más alegría que nunca. La sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos.
La Virgen nos ayudará a escuchar la voz de ¡Fuego! y lanzarnos a calentar al mundo, tan frío y dividido, al calor de Cristo.