Recuerdo de mi infancia las largas esperas en las estaciones de tren. Por aquella época no eran infrecuentes los retrasos y, muchas veces, suponían varias horas en los viajes largos. Sin embargo sabíamos que llegaría el tren, aunque no la hora. Cada cierto tiempo el jefe de estación, siempre persona entrañable, nos daba noticias: que si una hora, que si dos, que si ya había pasado por alguna estación… El tren siempre llegaba y, podíamos decir, en aquella época viajar suponía saber que pasarías unas cuantas horas en la sala de espera de la estación.

Hoy, en la primera lectura, san Pablo vuelve al tema de la esperanza. Lo refiere al hecho, constatable por cada uno de nosotros, de que aún no experimentamos la redención de una manera completa. Lo notamos en el cuerpo. Y lo vincula al hecho de que toda la creación gime porque se encuentra sometida a una situación absurda. Muchos autores ven aquí una referencia al pecado original. Como consecuencia de la desobediencia del hombre toda la creación se encuentra sometida y gime. Nuestro cuerpo también.

Es un hecho que tenemos cuerpo y alma y que ambos forman una unidad. De manera misteriosa intuimos que nuestra felicidad no será completa si, por ejemplo, faltara el cuerpo. San Pedro de Alcántara, en unas meditaciones recomendables aunque de lenguaje algo difícil para nuestra época tan melindrosa, señala que la muerte debe ser durísima para el cuerpo y el alma que se ven obligados a separarse después de haber vivido tantas cosas juntos. La Iglesia nos enseña la doctrina de la resurrección. Aunque nos cueste entenderla, es lo más congruente con nuestra experiencia y expectativa.

Algunos, por no pensar un poco, prefieren la reencarnación. Pero a mí se me antoja parecido a esas personas que empiezan una partida y la dejan porque ven que no ganan, y así sucesivamente. La reencarnación supone muchas vidas que no llegan a completarse nunca. Debe ser agobiante.

La resurrección, sin embargo, habla de esa felicidad que gozan alma y cuerpo, es decir el hombre en su unidad, juntamente. Representa la culminación de una vida lograda. De momento experimentamos, como dice san Pablo, las primicias del Espíritu, pero queremos obtener la plenitud. Ello conlleva saber esperar. Se espera cuando hay certeza de que algo va a realizarse. Por eso el Apóstol nos habla también de la perseverancia. Y, ojo, no se trata de una espera ciega, porque ya se nos han dado las primicias. La fuerza de Jesús resucitado la constatamos en la Iglesia y en nuestras propias vidas. Por eso sabemos que la promesa de Dios se cumplirá.

Que la Virgen María, que concibió por obra y gracia del Espíritu Santo, y vivió la virtud de la esperanza con singular intensidad sea nuestra guía y protectora.