1Mac 2,15-29; Sal 49; Lc 19,41-44
¡Qué horror!, estamos en uno de los momentos más duros e incomprensibles de todo el AT: la guerra santa. Tras los hechos martiriales tan hermosos que hemos contemplado días pasados, nos encontramos con Matatías. Parecería que su reacción va a ser como la de los santos mártires, ser intransigente en el cumplimiento de su obediencia a su Dios, aunque ello en su ancianidad le cueste la vida, pero no, pues nada más expresar que no adorará a los ídolos, como le incitan las autoridades del imperio,
Matatías ve cómo se adelanta un judío, a la vista de todos, dispuesto a sacrificar sobre el ara idolátrica, como le manda el rey, se indigna y tiembla de cólera y en un arrebato de santa ira corre a degollar sobre el ara a aquel hombre. Luego mata también al funcionario real que obliga a sacrificar y derriba el ara. Lleno de celo dice el texto que hemos leído. Después se echó al monte con sus hijos, dejando en el pueblo cuanto tenía.
¿Qué pensar? Jesús no se rebeló, aunque hubiera podido hacerlo, sino que se dejó sacrificar en el ara de la cruz. Hubiera podido escaparse prudentemente por la tangente y no subir a Jerusalén, en donde le esperaba la condena a la cruz. ¿Qué pasa?, ¿era un lerdo insensato que no se enteraba de nada?, ¿un iluso que no tenía los pies en la tierra y desconocía lo que se tramaba contra él? Total, si era muy fácil, un pequeño desvío de su intransigencia, por ejemplo, dejar de fastidiar curando en sábado porque él es más que el sábado, pasar la esponja rebajando un tantico su pretensión de ser el Hijo, con derecho de llamar a Dios Padre, su Padre porque el único Hijo. Se pasa un poco la esponja, y ya está, todos tan amigos. Pero no, Jesús bebió su cáliz hasta las heces. No dejó su camino ni por un momento, pasara lo que pudiera pasar. Aunque su final fuera la muerte en cruz. La misión a la que le había enviado su Padre era más importante que esos regates en corto que podrían parecer tan sensatos e inteligentes.
Jesús nunca predicó la guerra santa. Nunca la vivió. Nunca nos dijo que nosotros nos aposentáramos en ella. Nunca dijo que matáramos para alejar a los ídolos del imperio. Siempre fue un manso cordero llevado al matadero. Porque sabía que su muerte en la cruz era redentora, que en ese misterio insondable de su muerte, se nos ofrecía a todos la liberación del pecado y de la muerte. No evitó la cruz, por lo que vivió la gloria de la resurrección. Y porque no se evadió de la cruz, sino que nos dio de su costado el agua del bautismo y la sangre de la eucaristía, regalo eclesial en donde los haya, es para nosotros el Salvador, el Redentor. Nuestra vida entera ahora pasa por él, por su muerte en la cruz y por su resurrección en la gloria de Dios. Por él, con él y en él, porque nada quiso saber de guerras santas, sino que en la humildad más profunda se dejó hacer hasta morir clavado en el madero, todo ello por nosotros, hemos ganado, por la fe en él, la justificación, la gracia y la misericordia de Dios. Hemos ganado el Espíritu Santo que mora en nosotros, divinizando la profundidad de nuestro ser que ahora, por su voz, grita: Abba, Padre.
Tuvimos suerte de que Jesús no se echara al monte.