Las lecturas de hoy dibujan diferentes aspectos de la esperanza. En la primera lectura el profeta exhorta a los fieles a que consuelen a Jerusalén. La ciudad había sido humillada y sus habitantes deportados. Ahora pueden regresar a su país. Se ha acabado el exilio y se anuncia la salvación para todo el pueblo, representado por la ciudad de Jerusalén. Ese emotivo anuncio incluye que sus pecados ya han sido perdonados, “está pagado su crimen”, pero también que el Señor está a punto de llegar, como pastor que cuida a su rebaño. Se otorga un bien, pero al mismo tiempo se promete otro mayor.

Esa dinámica es continua en la historia de la salvación. Lo mismo observamos en el Evangelio, en el que se nos presenta a Juan bautizando para la conversión pero, al mismo tiempo, anunciando que detrás de él viene otro más grande. Los bienes que Dios nos otorga nos preparan para dones mayores.

Pero, cuando leemos la carta de san Pedro vemos que esa espera se hacía pesada para algunos. Se quejaban de que pasaba demasiado tiempo sin que sucediera nada de lo que se les había anunciado. El apóstol empieza con una afirmación esclarecedora: “No perdáis de vista una cosa: para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día”. Por tanto, el plan de Dios no se mira desde la sucesión de los días, sino por su acción en nosotros. Ya nos ha dado la gracia de hacernos hijos suyos y, por lo mismo, su promesa ya se está realizando. La demora en su cumplimiento definitivo es a favor del hombre: “tiene mucha paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan”.

Así pues, no debemos pensar que Dios no nos escucha, ni tampoco que se retrasa. San Agustín, refiriéndose a este mismo problema escribió: “Supón que quieres llenar una bolsa, y que conoces la abundancia de lo que van a darte; entonces tenderás la bolsa, el saco, el odre o lo que sea; sabes cuán grande es lo que has de meter dentro y ves que la bolsa es estrecha, y por eso ensanchas la boca de la bolsa para aumentar su capacidad. Así Dios, difiriendo su promesa, ensancha el deseo; con el deseo ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz de sus dones”.

El tiempo de espera se muestra como un momento oportuno para incrementar nuestro deseo de Dios. En el tiempo de Adviento intensificamos nuestra oración para ensanchar nuestra alma y, de esa manera, poder recibir todo lo que Dios quiere darnos y que es mucho mayor de lo que imaginamos. La espera, por tanto, no conduce al desánimo, sino a la vigilancia.

En el salmo leemos unas preciosas palabras: “la misericordia y la fidelidad se encuentran,/ la justicia y la paz se besan;/ la fidelidad brota de la tierra,/ y la justicia mira desde el cielo”. La misericordia es Dios que viene a buscarnos y la fidelidad se refiere a los hombres dispuestos a recibirlo. En Navidad recordamos un momento de ese beso, realizado en el misterio de la Encarnación: Dios que se hace hombre. Pero ese beso se actualiza después en el encuentro de Jesucristo con cada uno de nosotros, en el momento oportuno. Con todo lo que ya hemos recibido de Él, sabemos que debemos seguir atentos, porque el Señor no va a dejar de visitarnos.