Una vez más el Evangelio de hoy cuestiona nuestra manera de actuar y nos enseña una nueva manera de ver las cosas. La fe, ciertamente, muestra salidas dónde antes sólo veíamos caminos cerrados. Así aparece en el evangelio de hoy. ¿Qué llevó a aquellos hombres a descubrir que podían introducirse por la azotea? Sin duda fue su fe y su amor. O mejor la fe operada por la caridad. Entre el hombre y Jesucristo sólo hay un obstáculo verdaderamente infranqueable: la falta de fe. Cuando esta se pierde la distancia entre Dios y el hombre se hace infinita. Dios ha roto esa distancia, por el misterio de la Encarnación. Pero para relacionarnos con Él no basta con que se ponga delante de nosotros, sino que hay que dar el paso de reconocerlo.

Dice el Evangelio que Jesús se dio cuenta de la fe que tenían. Fue ese el verdadero motor que los llevó a la azotea venciendo así a la multitud que se agolpaba e impedía el acceso al Señor. Es esa fe que mueve montañas, que aquí eran unas simples losetas. Sin embargo, para nosotros siguen siendo una llamada a la heroicidad de la fe. ¡Cuántas veces por dificultades mucho menores hemos decaído y nos hemos desanimado!

Por otra parte, la fe de aquellos hombres no era meramente intelectual. Reconocían al Mesías pero también eran conscientes de lo que ello significaba. Jesús no ha venido al mundo sólo para ilustrar los entendimientos de las gentes y hacerlos más sabios. Está aquí, con nosotros, para sanar al hombre, darle vida nueva, liberarlo del pecado y transformarlo íntegramente. De ahí que la fe de aquellos hombres fuera operativa.

Hay quien ha comparado a aquellos individuos anónimos con las virtudes. Y la comparación es buena. Porque la fe dinamiza al hombre entero y, por decirlo de alguna manera, lo pone en marcha. Estimula nuestras virtudes para que busquen cualquier medio de acercarse al Señor. Es cuando la fe tiene que ver con la vida. Toda la vida, nuestro organismo y nuestras potencias se ponen al servicio de ese don más grande que nos ha sido dado.

Muchas veces, cuando leía este evangelio, interpretaba que el paralítico debió quedarse de piedra cuando el Señor le dijo “Tus pecados están perdonados”. Pensaba que aquel buen hombre, como a nosotros nos puede suceder en situaciones similares cuando nos ponemos ante Dios, quizás esperaba ser sanado y se quedó frustrado. La experiencia me indica que no fue eso lo que pasó.

En varias ocasiones he peregrinado a Lourdes acompañando enfermos. Casi ninguno ha vuelto curado. De hecho sólo tengo conocimiento, y no totalmente exacto, de un ciego que recuperó la vista. Sin embargo, siempre que he vuelto de Lourdes he visto como la fe de los enfermos y la mía salían reforzadas. Por medio estaba también la confesión, que tanto se potencia en el santuario francés.

Así que me parece que aquel paralítico pasó por algo parecido. No podía caminar, pero cuando le personaron los pecados tomó conciencia de una necesidad más profunda. Jesús lo había sanado en lo más interior, y le había dado algo mucho más importante: la vida de la gracia. Después se llevó un regalo añadido: pudo caminar. Pero lo verdaderamente grande fue lo primero.

Que la Virgen María, que con su sí, abrió las puertas a Dios nos ayude a caminar con la fe y a vencer todas las dificultades que podamos encontrar en nuestra vida cristiana.