No podemos dejar de mirar a María y de reconocer en ella un signo más del amor infinito que Dios nos tiene. Porque ella, al ser preservada del pecado original en orden a su maternidad divina, no sólo recibió un privilegio personal, sino que se nos muestra como un don para todos los hombres. Ha escrito Benedicto XVI: “Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía. Y ¿quién mejor que María podría ser para nosotros estrella de esperanza?”.

Contemplar a la Inmaculada nos va a traer muchos bienes espirituales. En ella, de forma eminente, se manifiesta el poder de Dios. Y ese poder lo dispone para embellecer al hombre, para llevarnos a cada uno de nosotros a la plenitud de nuestro ser. San Pablo se refiere a ella hablando de ser “alabanza de su gloria”. A eso hemos sido destinados por Dios. Hay un plan, que ya vemos realizado en Santa María, pero que nos incluye a todos nosotros. Por eso dice el Apóstol: “Con Cristo hemos heredado también nosotros”. Es un hecho que mirando a la Virgen nuestras tristezas, las más profundas, esas que aprisionan nuestro corazón, se desvanecen.

Las lecturas de hoy no ocultan el drama de la existencia humana. En el origen de la humanidad hay un hecho por el cual el mal se ha aposentado en el hombre. El pecado original, a partir del cual los hombres nos inclinamos al mal y experimentamos la dificultad de obrar el bien, se manifiesta en nuestras vidas. Ese hecho nos aprisiona. Encerrados en él acabaríamos en la desesperanza, que es fuente de muchos males. Jesucristo ha destruido el poder del pecado. La primera beneficiaria de su redención ha sido su Madre. Pero su acción no termina ahí sino que se dirige a todos nosotros. Porque Dios no se hizo hombre para tener una Madre, sino que quiso tenerla, y la ama de manera especialísima, para salvar al hombre. Y en ese camino de amor, todo se va llenando de maravillas a su paso. A ello se refiere el salmo de hoy. Jesucristo vence haciendo nuevas todas las cosas y, por ello, debemos cantar un cántico nuevo.

Al contemplar a María Inmaculada, se nos ofrece también una enseñanza para nuestra vida. En el Evangelio leemos el relato de la anunciación. María es “llena de gracia”. Pero ese don no la separa de la historia sino que la dispone para intervenir con mayor protagonismo en ella. Cuando el ángel le comunica que va a concebir a Jesús, ella responde sin opacar en nada la gracia que ha recibido: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Esa transparencia la seguimos descubriendo ahora cuando la miramos, y es la razón de su belleza.

Santo Tomás de Aquino señaló: “Es más hermoso iluminar que brillar solamente; del mismo modo, es más hermoso transmitir a los demás lo que uno ha contemplado que contemplar solamente”. Al mirar a la Inmaculada y dejarnos iluminar por ella, se acentúa nuestro compromiso de vivir a fondo los dones que hemos recibido, pero no para apropiarnos de ellos sino para, al igual que María, manifestar la bondad y el amor de Dios.