1Sam 1,24-28; Sal 1Sam 2; Lc 1.46-56

¿Qué pasó en aquellos días?, ¿qué pasa en estos días? El deseo se nos convierte en esperanza. Deseo de que el Señor venga; solo quien es el creador del mundo es capaz de remodelar, sin destruir, todo lo que nos está siendo. Por los profetas nos hace mirar eso que llega. Mirad, vienen días en que el Señor Dios hará que de nuestras vidas mane leche y miel. Mirad que llegan días en los que él hará que todo, entre lo que estamos nosotros de manera eminente, tome nuevos aires, un sesgo distinto, en donde el pecado, el seréis como dioses, no vencerá nuestra naturaleza primera, tan distinta a la que ahora usamos, sino que seamos capaces, con su inmensa ayuda, de no dejar que una vida que se nos colma se nos tuerza torticeramente con el pecado, el olvido, el mirar hociqueando lo que está a nuestros pies, las basuras del mundo y de nuestra propia realidad, abandonando al Señor Dios, dejando de mirarlo a él. Llega el día en que se nos ofrece la salvación definitiva. El día en que nuestro deseo de Dios se purifique y se haga realidad plena en nuestro ser. Llega el día, hoy es ese día, en el que comenzamos a vivir en la esperanza de lo que nos adviene de las manos mismas del Señor Dios. Todo parecía perdido para siempre, pero no, un resto, los pobres de Yahvé, como los suelen llamar, no había perdido por completo el deseo de encontrase con su Señor, de ser esclavos-del-Señor, como María, quien dice de sí: he aquí la esclava-del-Señor. Hágase en nosotros según la buena voluntad de tu palabra. Porque el Señor nos da la vida, arrancándonos de la muerte segura. Nacen, pues, otros tiempos. Tiempos de salvación. Tiempos de esperanza. Tiempos en que se cumple la plenitud de nuestro deseo, tan renqueante.

Este niño es lo que yo pedía, dice Ana al profeta Samuel. Este niño que va a nacer en unos días es lo que nosotros queríamos. En él se cumple nuestro deseo. En él se ciñe nuestra esperanza. En él se da a nuestro ser el ser mismo de Dios hecho carne. Porque quien va a nacer de María será llamado Hijo de Dios. Y no porque en un arrebato de gozo nos dé por denominarlo así, sino porque es la misma realidad de carne que el Espíritu Santo ha puesto en María para que se vaya haciendo creatura carnal. Nuestra carne, que perecería haberse convertido en pura degradación desde su primer ser de creatura, adquiere ahora el rango de ser para el que fue creado. Dios se hace en María carne como la nuestra, para que nuestra carne se haga carne de Dios como la suya.

Si hay algo hermoso por demás y que nos enseña quienes somos desde este momento del tiempo en el que Dios se hace temporalidad en la carne que toma de su Madre, esto es el canto del Magnificat que nos transmite el evangelio de Lucas, quien relata los primeros momentos del Misterio de encarnación contemplándolo desde María. Dios ha mirado su humildad, y en esa mirada estaba también la humildad de nuestra propia realidad, y en ella ha hecho obras grandes por medio de quien fue siempre Virgen y Madre, de modo que a partir de ahora virginidad y maternidad tienen una misma plenitud de realidad. Porque Dios se ha acordado de su misericordia, dándosela, a María, Madre de Dios, y, en la cercanía de su ser, a nosotros.